Capitulo 68

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usted al drugstore . Allí tienen una cabina.
—Gracias.
Salió de la biblioteca y echó a andar por la acera, pasando junto al anónimo general de la Guerra Civil. Con las manos en los bolsillos, la cabeza latiéndole como una plúmbea campana, se dirigió hacia la zona comercial. El cielo también parecía de plomo; era el 7 de noviembre y desde principios de mes el tiempo se mostraba amenazante. Había habido varias neviscas. En octubre también habían tenido nevadas, pero la nieve no había cuajado. Las últimas neviscas sí habían cuajado y formaban sobre todas las cosas una tenue capa escarchada que centelleaba bajo la luz del sol como el fino cristal. Pero hoy no había habido sol, y mientras llegaba al drugstore empezó a nevar, levemente, otra vez.
La cabina telefónica estaba detrás del edificio y Jack iba por un pasillo donde se exhibían específicos, haciendo sonar el cambio en el bolsillo, cuando sus ojos tropezaron con las cajas blancas impresas en verde. Sacó una, se la llevó a la cajera, pagó y volvió a la cabina telefónica. Cerró la puerta, dejó sobre el estante la caja de fósforos y el cambio y marcó el número.
—¿Dónde llama usted, por favor?
—A Fort Lauderdale, Florida, telefonista.
Le dio el número y el número de la cabina. Cuando ella le dijo que pusiera un dólar noventa por los primeros tres minutos, introdujo en la ranura ocho monedas de veinticinco centavos, haciendo un gesto de fastidio cada vez que el timbre le resonaba en el oído.
Después, suspendido en el limbo sin otro estímulo que los lejanos tintineos y parloteos de las conexiones, sacó de la caja el frasco verde de
«Excedrina», levantó la tapa blanca y dejó caer al suelo de la cabina el tapón de algodón. Sosteniendo el receptor del teléfono entre el oído y el hombro, sacó tres tabletas blancas y las alineó sobre el estante, junto al cambio que le quedaba. Volvió a tapar el frasco y se lo metió en el bolsillo.
En el otro extremo, tras el primer timbrazo levantaron el teléfono.
—Surf-Sand Resort, ¿en qué podemos servirlo? —preguntó una alegre voz de mujer.
—Quisiera hablar con el gerente, por favor.
—¿Se refiere usted al señor Trent o...?
—Me refiero al señor Ullman.
—Creo que el señor Ullman está ocupado, pero si quiere usted que le...
—Sí, por favor. Dígale que llama Jack Torrance, desde Colorado.
—Un momento, por favor —se oyó que dejaban el receptor.
A Jack volvió a inundarlo el disgusto que sentía por ese presumido barato y tacaño Ullman. Tomó del estante una de las tabletas de
«Excedrina», la miró un momento y después se la puso en la boca y empezó a masticarla lentamente, con placer. El sabor lo invadía como el recuerdo, aumentándole la salivación en una mezcla de placer y desdicha. Un gusto seco y amargo, pero inevitable. Tragó, con una mueca. En la época en que bebía, masticar aspirina se le había vuelto un hábito; desde entonces no lo había vuelto a hacer. Pero cuando uno tenía semejante dolor de cabeza, fuera por una resaca o por lo que fuera, entonces parecía que al masticar las pastillas el efecto fuera más rápido. En alguna parte había leído que masticar aspirina podía convertirse en vicio. ¿Dónde lo habría leído?
Frunciendo el ceño, trató de recordarlo, pero en ese momento se oyó la voz de Ullman en la línea.
—¿Torrance? ¿Algún problema?
—Ningún problema —respondió Jack—. La caldera está al pelo y todavía no llegué siquiera a asesinar a mi mujer. Eso lo guardo para después de las fiestas, cuando empiece a aburrirme.
—Muy gracioso. ¿Por qué me llama? Soy un hombre ...
—Ocupado, si, ya lo entiendo. Lo llamo por algunas cosas que usted no me contó al hablarme del grande y honorable pasado del «Overlook».
Como la forma en que Horace Derwent se lo vendió a un hato de estafadores de Las Vegas que lo hicieron pasar por tantos testaferros que al final ni el Servicio de Rentas Interiores sabía a quién pertenecía en realidad.
O cómo esperaron el momento adecuado para convertirlo en patio de juego de los figurones de la mafia, y cómo tuvieron que cerrarlo en 1966 cuando a uno de ellos lo dejaron un poco hambre. Junto con sus guardaespaldas, que montaban guardia ante la puerta de la suite presidencial. Gran lugar, la suite presidencial del «Overlook». Wilson, Harding, Roosevelt, Nixon y Vito el Descuartizador , ¿no es eso?
En el otro extremo de la línea se produjo un silencio de sorpresa.
—No veo qué importancia tiene eso para su trabajo, señor Torrance —dijo después Ullman, en voy baja—. Si...
—Aunque lo mejor vino después que tirotearon a Gienelli, ¿no le parece? Otras dos barajaduras rápidas, ahora las ves, ahora no la ves, y de pronto el «Overlook» pasa a ser propiedad de una ciudadana particular, una mujer que se llama Sylvia Hunter... y que casualmente, entre 1942 y 1948 fue Sylvia Hunter Derwent.
—Pasaron los tres minutos —anunció la telefonista—. Avise cuando termine.
—Mi estimado señor Torrance, todo eso es del dominio público, además de ser historia antigua.
—Pues no eran parte de mis conocimientos —le dijo Jack—, y dudo de que sea mucha la gente que lo sabe. Todo, por lo menos. Se recuerda la muerte de Gienelli, tal vez, pero dudo que alguien haya atado cabos con todos los cambios extraños y maravillosos que ha sufrido el «Overlook»
desde 1945. Y parece que el premio gordo se lo lleva siempre Derwent o alguien relacionado con el. ¿Qué era lo que regentaba allí Sylvia Hunter durante el 67 y el 68, señor Ullman? Era una casa de putas, ¿no es cierto?
— ¡Torrance! —El grito escandalizado atravesó 3.200 kilómetros de cable sin perder nada de su espanto.
Sonriente, Jack se metió otra «Excedrina» en la boca y la masticó despacio.
—Lo vendió después que un senador de los Estados Unidos, bastante conocido, murió allí de un ataque cardíaco. Hubo rumores de que lo habían

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