Capitulo 15

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semejante manera?
—Es una situación grave, Jack. Tremendamente grave. La Junta me ha pedido que le transmita a usted su decisión.
La Junta quería la renuncia de Jack, él la presentó. En circunstancias diferentes, para junio lo habrían confirmado en la cátedra.
Lo que había seguido a esa entrevista en el despacho de Crommert había sido la noche más oscura y terrible de su vida. El deseo, la necesidad de emborracharse jamás habían sido tan fuertes. Le temblaban las manos. Se le caían las cosas. Una y otra vez descargó su irritación en Wendy y en Danny.
Su humor era una especie de animal salvaje sujeto con una traílla a punto de romperse. Aterrorizado ante la posibilidad de hacerles daño, se había ido de casa. Había ido a parar frente a un bar, y si no entró fue porque sabía que, si lo hacía, Wendy lo dejaría por fin y se llevaría consigo a Danny. Y cuando ellos se fueran, todo se habría acabado para él.
En vez de entrar en el bar, donde oscuras sombras inmóviles saboreaban las aguas del olvido, se había ido a la casa de Al Shockley. El resultado de la votación de la Junta había sido 6-1. Ese uno había sido Al.
Marcó el número de la telefonista, y la voz le dijo que por un dólar ochenta y cinco podían ponerlo durante tres minutos en contacto con Al, a tres mil doscientos kilómetros de distancia. Qué relativo es el tiempo, nena, pensó mientras metía en la ranura ocho monedas de veinticinco centavos. Débilmente, alcanzaba a oír los zumbidos y chillidos electrónicos de la conexión que se establecía hacia el Este.
Al era hijo de Arthur Longley Shockley, barón del acero, de quien —como único hijo— había heredado una fortuna, además de una gran variedad de inversiones y de cargos en diversos consejos y juntas. Una de ellas era el de la Junta de Directores de la Academia preparatoria de Stovington, la institución favorita del viejo. Tanto Arthur como Albert Shockley eran graduados; y Al vivía en Barre, lo bastante cerca para interesarse personalmente por los asuntos de la Universidad. Durante varios años, Al había sido el entrenador de tenis de Stovington.
Jack y Al se habían hecho amigos de una manera completamente natural e impremeditada: en las muchas reuniones de la Facultad a las que asistían juntos, ellos eran siempre los dos concurrentes más borrachos.
Shockley estaba separado de su mujer y, en cuanto a Jack, su matrimonio iba lentamente cuesta abajo, aunque siguiera amando a Wendy y le hubiera prometido con sinceridad (y con frecuencia) que se corregiría, por ella y por el pequeño Danny.
De muchas fiestas de la Facultad, los dos salían a recorrer los bares hasta que cerraban, para después detenerse en alguna tienda que estuviera abierta a comprarse un cajón de cerveza que se bebían en el coche, aparcados al final de algún camino solitario. Había mañanas en que, al entrar tambaleándose en la casa que alquilaban, mientras la aurora se insinuaba ya en el cielo, Jack se encontraba a Wendy y al bebé dormidos sobre el diván, Danny siempre del lado de adentro, con un puñito cerrado bajo la mandíbula de Wendy. Cuando los miraba, el odio y el asco de sí mismo le subían en una amarga oleada a la garganta, cubriendo incluso el gusto de la cerveza y de los cigarrillos y de los martinis... los marcianos, como los llamaba Al. Eran las ocasiones en que, meditada y cuerdamente, sus pensamientos se volvían hacia el revólver, la soga o la navaja de afeitar.
Si la curda se producía por la noche, como sucedía muchas veces, Jack dormía tres horas, se levantaba, se vestía, se tomaba cuatro Excedrinas y, todavía borracho, se iba a dar su clase de las nueve, sobre poesía norteamericana. Buenos días, chicos, hoy el genio de los ojos enrojecidos os va a contar cómo perdió Longfellow a su mujer en el gran incendio.
Él nunca había creído que fuera un alcohólico, pensó Jack mientras oía sonar el teléfono de Al. ¡La de clases a las que habría faltado, o las que había dado sin afeitarse, apestando todavía a los marcianos de la noche anterior!
No por mí, que yo puedo dejarlo en cualquier momento. ¡La de noches que él y Wendy habrían pasado en camas separadas! Pero oye, si estoy perfectamente. Los parachoques abollados. Claro que estoy en condiciones de conducir. Las lágrimas que ella vertía en el cuarto de baño. Las miradas cautelosas de los colegas cuando en una fiesta se servía aunque sólo fuera vino. El ir comprendiendo, lentamente, que todo el mundo hablaba de él. Y la conciencia de que su «Underwood» no producía más que bolas de papel arrugado en su mayor parte en blanco, que iban a parar al cesto de los papeles. En Stovington había sido una pequeña luminaria, un escritor norteamericano en gradual florecimiento, quizá, y sin duda un hombre con condiciones para enseñar ese gran misterio de la creación literaria. Había publicado dos docenas de cuentos. Estaba trabajando en una obra de teatro y pensaba que en alguna trastienda mental debía estar incubándose una novela. Pero ahora no producía nada y su enseñanza era un desastre.
Finalmente, la cosa terminó una noche, poco menos que un mes después que Jack le rompiera el brazo a su hijo. Eso, era la impresión que él tenía, había puesto término a su matrimonio. Lo único que faltaba era que Wendy se decidiera... estaba seguro de que si su madre no hubiera sido la zorra que era, Wendy habría tomado el autobús de vuelta a New Hampshire en cuanto Danny hubiera estado en condiciones de viajar. Todo había acabado.
Era poco más de medianoche. Jack y Al entraban en Barre por la carretera 31, Al sentado al volante de su «Jaguar», tomando sin precaución alguna de las curvas, pasándose a veces de la doble línea amarilla. Los dos iban muy borrachos; esa noche los marcianos habían aterrizado en gran número. Tomaron la última curva antes del puente a más de 110. En el camino había una bicicleta de niño, y hubo un chillido

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