Capitulo 55

6 1 0
                                    

Inglaterra. A partir de la mudanza, Tony se ha convertido en una figura amenazadora. Los contactos placenteros se han convertido en pesadillas, que para él son mucho más aterradoras porque no puede recordar exactamente a qué se refieren. Eso es bastante común. Todos recordamos con más claridad los sueños agradables que los que nos asustan. Parece que en algún rincón entre lo consciente y lo subconsciente hubiera un amortiguador y que allí viviera un puritano de mil demonios, un censor que sólo deja pasar muy poco. Y frecuentemente, lo que deja pasar no es más que simbólico. Todo esto es Freud supersimplificado, pero describe bastante bien lo que sabemos de la interacción de la mente consigo misma.
—¿Cree usted que la mudanza haya trastornado tanto a Danny? —
preguntó Wendy.
—Es posible, si se produjo en circunstancias traumáticas —precisó Edmonds—. ¿Sucedió así?
Wendy y Jack intercambiaron una mirada.
—Yo era profesor en una escuela preparatoria —explicó lentamente Jack— y me quedé sin trabajo.
—Ya veo —asintió Edmonds. Volvió a dejar sobre e! escritorio el lápiz con que había estado jugando—. Hay otras cosas, me temo, que pueden ser dolorosas para ustedes. Aparentemente, el niño cree que en algún momento ustedes dos pensaron seriamente en divorciarse. Lo dijo de modo casual, pero sólo porque cree que ustedes no consideran ya esa posibilidad.
A Jack se le abrió la boca, y Wendy dio un respingo como si la hubieran abofeteado. Su rostro quedó sin una gota de sangre.
—¡Pero si jamás hablamos de eso! —exclamó—. No sólo frente a él, ¡ni siquiera entre nosotros!
—Creo que es mejor que usted lo sepa todo, doctor —dijo Jack—.
Poco después del nacimiento de Danny, yo caí en el alcoholismo. Durante toda mi época de universitario había tenido un problema con la bebida; se suavizó un poco después, de haber conocido a Wendy y empeoró más que nunca después del nacimiento de Danny, en la época en que escribir, la actividad que yo considero mi verdadero trabajo, se me hacía realmente muy difícil. Cuando Danny tenía tres años y medio, me derramó una lata de cerveza sobre los papeles con que yo estaba trabajando... o con que estaba perdiendo el tiempo, en todo caso, y... bueno... a la mierda —se le quebró la voz, pero los ojos, secos, no rehuyeron la mirada del médico—. Qué tremenda bestialidad parece al decirlo. Cuando lo levanté para darle unos azotes, le rompí un brazo. Tres meses después dejé de beber, y no he vuelto a hacerlo desde entonces.
—Ya veo —asintió Edmonds, con tono neutral—. Naturalmente, yo vi que había habido una fractura. Soldó muy bien —se apartó de la mesa y cruzó las piernas—. Si me permiten la franqueza, es evidente que desde entonces no ha sufrido ningún maltrato. Aparte las picaduras, no se le encuentran más que los cardenales y rasguños que tiene cualquier chico.
—Claro que no —asintió acaloradamente Wendy—. Jack no tuvo intención...
—No, Wendy —la interrumpió él—. Sí que tuve intención. Creo que muy dentro de mí yo tenía la intención de hacerle eso. O algo peor —volvió a mirar a Edmonds—. ¿Sabe una cosa, doctor? Ésta es la primera vez que entre nosotros se pronuncia la palabra divorcio. Y alcoholismo. Y malos tratos a un niño. Las tres en cinco minutos.
—Es posible que eso esté en la raíz del problema —dijo Edmonds—.
Yo no soy psiquiatra, pero si ustedes quieren que Danny vea a un psiquiatra infantil, puedo recomendarles uno muy bueno que trabaja en el Centro Médico de Boulder. Sin embargo, estoy bastante seguro de mi diagnóstico.
Danny es un chico inteligente, imaginativo y sensible. No creo que los problemas matrimoniales de ustedes lo hayan perturbado tanto como creen.
Los niños pequeños son grandes conformistas. No entienden lo que es la vergüenza, ni la necesidad de ocultar las cosas.
Jack se miraba las manos. Wendy le tomó una y se la apretó.
—Pero el niño sentía que había cosas que andaban mal. Entre ellas, desde su punto de vista, lo principal no era el brazo roto, sino el vínculo roto, o en peligro de romperse, entre ustedes dos. Él mencionó el divorcio, pero no el brazo roto. Cuando mi enfermera se lo mencionó, se limitó a encogerse de hombros. Para él no era una cosa importante. «Eso pasó hace mucho tiempo», creo que fue lo que dijo.
—Qué criatura —masculló Jack, con las mandíbulas fuertemente contraídas, los músculos de las mejillas destacados por la tensión—. No nos lo merecemos.
—De todas maneras lo tienen —resumió secamente Edmonds—. Y sea como fuere, él de cuando en cuando se retrae en su mundo de fantasía. En eso no hay nada excepcional; es lo que hacen muchos chicos. Yo recuerdo que a la edad de Danny, también tenía un amigo invisible, un gallo parlante que se llamaba Chug-Chug. Claro que yo era el único que lo veía. Como yo tenía dos hermanos mayores que muchas veces no me hacían caso, Chug-Chug me venía muy bien en esas situaciones. Y seguramente ustedes dos entienden por qué el amigo invisible de Danny se llama Tony, y no Mike o Hal o Dutch.
—Sí —contestó Wendy.
—¿Se lo han señalado alguna vez?
—No —respondió Jack—. ¿Deberíamos hacerlo?
—¿Por qué preocuparse? Déjenlo que él se dé cuenta en su momento, usando su propia lógica. Fíjense ustedes que las fantasías de Danny son considerablemente más profundas que las que acompañan de ordinario al síndrome del amigo invisible, pero la necesidad que él sentía de Tony también era más intensa. Tony venía y le mostraba cosas agradables. A veces, sorprendentes, pero siempre cosas buenas. Una vez Tony le mostró dónde estaba el baúl que se le había perdido a papá... bajo las escaleras. Otra vez le mostró que para su cumpleaños, mamá y papá iban a llevarlo a un parque de diversiones...
—¡Al Great Barrington! —exclamó Wendy—. Pero, ¿cómo podía

El RespalndorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora