Capitulo 82

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sincera, hacía que las risas parecieran forzadas y sonaran a falso.
Habían visto huellas de caribúes en la nieve, y una vez vieron los caribúes, en un grupo de cinco, inmóviles todos en el cercado de seguridad.
Los tres se habían turnado con los prismáticos «Zeiss-Ikon» de Jack para verlos mejor, y al mirarlos Wendy había tenido una sobrecogedora sensación de irrealidad: los animales estaban con las patas hundidas en la nieve que cubría la carretera, y a Wendy se le ocurrió que desde ese momento hasta el deshielo de la primavera, el camino pertenecía más a los caribúes que a ellos.
Ahora, las cosas que el hombre había construido allí arriba quedaban neutralizadas, y Wendy pensó que el caribú lo comprendía. Con esa sensación dejó los prismáticos y dijo algo que se iba a preparar el almuerzo, y en la cocina había llorado un poquito, tratando de dar cauce a esa horrible sensación reprimida que a veces le daba la impresión de que una mano enorme le oprimiera el corazón. Pensaba en los caribúes. Pensaba en las avispas que Jack había dejado sobre la plataforma de la entrada de servicio bajo la ensaladera de vidrio, para que se congelaran.
De los clavos del cobertizo de las herramientas colgaban muchísimas raquetas para la nieve, y Jack encontró un par adecuado para cada uno, aunque la de Danny le quedaban un poquitín grande. Jack se las arreglaba bastante bien. Aunque no había andado con raquetas desde que vivía en Berlín, Nueva Hampshire, siendo un muchacho, volvió a aprender rápidamente. A Wendy la cosa no le interesaba mucho, ya que con apenas quince minutos de andar dando vueltas con ese incómodo calzado le dolían terriblemente las piernas y los tobillos, pero Danny estaba fascinado, y empeñadísimo en dar con el truco. Todavía se caía muchas veces, pero Jack estaba encantado con los progresos de su hijo. Decía que para febrero Danny estaría brincando en círculos alrededor de ellos dos.
Ese día el cielo amaneció cubierto, y para mediodía ya había empezado a escupir nieve. La radio anunciaba una precipitación de veinte o treinta centímetros más, y entonaba hosannas a ese gran dios de los esquiadores en Colorado. Wendy, sentada en el dormitorio mientras tejía una bufanda, pensaba para sus adentros que ella sabía exactamente qué era lo que podían hacer los esquiadores con toda esa nieve. Sabía exactamente dónde se la podían meter.
Jack estaba en el sótano. Había ido a controlar el horno y la caldera —algo que para él se había convertido en un ritual desde que la nieve los dejó aislados—, y después de asegurarse de que todo iba bien, había pasado ociosamente bajo el arco, para enroscar la bombilla y sentarse en una vieja silla de campamento, cubierta de telarañas, que había encontrado. Estaba recorriendo las antiguas anotaciones y papeles, sin dejar de enjugarse la boca con el pañuelo mientras lo hacía. La reclusión había hecho que se le desvaneciera de la piel el bronceado otoñal, y allí encorvado sobre las resecas hojas amarillentas, con el pelo rubio rojizo despeinado y caído sobre la frente, tenía un aspecto un tanto lunático. Había encontrado algunas cosas raras metidas entre las facturas, cuentas y recibos. Cosas inquietantes.
Un trozo de sábana manchado de sangre. Un osito de felpa que daba la impresión de que lo hubieran acuchillado. Una arrugada hoja de papel de cartas para mujer, de color violeta, con un rastro de perfume que perduraba todavía bajo el musgoso olor del tiempo, una nota empezada y jamás terminada, escrita con desvaída tinta azul: «Queridísimo Tommy: Aquí arribano puedo pensar tan bien como esperaba, pensar en nosotros quiero decir,claro, ¿en quién, si no? Ja, ja. Las cosas siguen interponiéndose en el camino.
He tenido sueños extraños con cosas que se aniquilan en la noche, puedes creerlo, y» . Eso era todo. La nota estaba fechada el 27 de junio de 1931.
Encontró un títere que parecía una bruja o tal vez un hechicero... algo con dientes largos y sombrero en punta, en todo caso. Lo encontró inverosímilmente embutido entre un paquete de recibos de gas natural y un paquete de recibos de agua de Vichy. También había algo que parecía un poema, escrito con lápiz oscuro al dorso de un menú: «Medoc/¿estás ahí?/Otra vez he andado en sueños, amor mío./Las plantas se mueven bajo la alfombra.» El menú no tenía fecha, y el poema, si es que era un poema, no tenía firma. Todo escurridizo, pero fascinante. Jack tenía la impresión de que esas cosas eran como las piezas de un rompecabezas, cosas que terminarían por encajar unas con otras si él encontraba las piezas intermedias que faltaban, de modo que seguía buscando, sobresaltándose y enjugándose los labios cada vez que el horno se ponía a rugir a sus espaldas.
Danny estaba otra vez frente a la puerta de la habitación 217.
En el bolsillo tenía la llave maestra, y miraba fijamente la puerta con una especie de avidez drogada, con la sensación de que la piel le picaba y se le estremecía bajo la camisa de franela. Su garganta emitía un murmullo bajo y monótono.
No había tenido la intención de venir aquí, después de lo que pasó con la manguera del extintor. Le daba miedo venir aquí. Le daba miedo haber vuelto a coger la llave maestra, desobedeciendo a su padre.
Sí, había querido venir. La curiosidad (mató al gato; la satisfacción lo trajo de vuelta) era como un anzuelo constante en su cerebro, una especie de obsesionante canto de sirena que no se dejaba apaciguar. ¿Y acaso el señor Hallorann no había dicho que no creía que hubiera allí nada que pudiera hacerle daño?
(Tú prometiste.)
(Las promesas se hacían para romperlas.)
La idea le hizo dar un salto. Era como si ese pensamiento le hubiera venido de fuera, como un insecto, zumbando, seduciéndolo insidiosamente.
(Las promesas se hacían para romperlas mi querido redrum, para romperlas, astillarlas, reventarlas, martillarlas.

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