Capitulo 29

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continuar.
—Como estoy un poquito atrasado —se disculpó Hallorann, mirando su reloj—, dejaré que vean ustedes lo que hay en los armarios y las neveras cuando se instalen. Tienen quesos, leche condensada, natural y dulce, levadura, polvos de hornear, pasteles para el desayuno, varios racimos de bananas a los que todavía les falta madurar...
—Basta —lo detuvo Wendy, soltando la risa—. Ni siquiera podré acordarme de todo. Es estupendo. Y le prometo dejar todo limpio.
—Es lo único que le pido —Hallorann se volvió a Jack—. ¿Le encargó el señor Ullman que se ocupara de cazar las ratas de su campanario?
—Me dijo que podía haber algunas en el desván, y el señor Watson cree que también puede haberlas en el sótano. Allí abajo debe de haber un par de toneladas de papel, pero yo no vi que estuviera desmenuzado como cuando lo usan para hacer sus nidos.
—Ese Watson —se condolió burlonamente Hallorann—, ¿no es el hombre más malhablado que haya usted visto en su vida?
—Es todo un personaje —convino Jack. El hombre más malhablado que él hubiera visto en su vida era su padre.
—En cierto modo, es una lástima —comentó Hallorann mientras volvía a conducirlos a través de las amplias puertas de vaivén que separaban la despensa del comedor del «Overlook»—. En esa familia hubo dinero, hace mucho tiempo. Fue el abuelo o el bisabuelo de Watson, no lo recuerdo bien, el que construyó este lugar.
—Eso me dijeron —asintió Jack.
—¿Y qué sucedió? —quiso saber Wendy.
—Pues que no pudieron hacerlo marchar —respondió Hallorann—. Watson les contará toda la historia... dos veces por día, si lo dejan hablar. El viejo se dejó sorber los sesos por el lugar, se dejó atrapar por él, me imagino. Tenía dos hijos varones y uno de ellos se mató en un accidente de equitación, aquí, mientras todavía el hotel estaba en construcción; eso debió de ser en 1908 o 1909. Después la mujer del viejo murió de gripe y no quedaron más que él y el hijo menor... que terminaron siendo vigilantes en el mismo hotel que el viejo había construido.
—Sí que es una pena —se compadeció Wendy.
—¿Y qué fue de él? ¿Del viejo? —preguntó Jack.
—Por equivocación metió el dedo en un enchufe y ahí se quedó —
explicó Hallorann—. Y a partir de comienzos de la década de los 30, antes de la Depresión, el lugar quedó cerrado durante diez años.
—Sea como fuere, Jack —continuó—, le agradecería que usted y su esposa vigilen también si hay ratas en la cocina. Pero si las ven, pongan ratoneras, no veneno.
Jack abrió mucho los ojos.
—Claro. ¿A quién va a ocurrírsele poner veneno para ratas en la cocina?
Hallorann soltó una risa desdeñosa.
—¿A quién? Al señor Ullman. Fue su brillante idea del otoño pasado.
Y yo se lo advertí, le dije: «¿Qué le parece si para mayo del año próximo nos reunimos todos aquí, señor Ullman, y yo sirvo la tradicional cena de inauguración de temporada (que casualmente es salmón con una salsa deliciosa), y todo el mundo se pone malo y cuando viene el médico le pregunta a usted por qué puso veneno para ratas en la comida de ochenta de los fulanos más ricos de Norteamérica?»
Jack se rió a carcajadas, echando atrás la cabeza.
—¿Y qué le dijo Ullman?
Hallorann se metió la lengua en la mejilla, como si algo le molestara entre los dientes.
—Me dijo: «Consiga unas ratoneras, Hallorann.»
Esta vez se rieron todos, incluso Danny que no estaba del todo seguro dónde estaba la gracia del chiste, salvo que tenía algo que ver con el señor Ullman que, en definitiva, no lo sabía todo.
Juntos, los cuatro atravesaron el comedor, ahora vacío y silencioso, con su fabulosa vista de los picos cubiertos de nieve hacia el lado oeste. Los manteles blancos de hilo habían sido cubiertos con otros de plástico transparente. La alfombra, enrollada, estaba vertical en un rincón como un centinela que montara guardia.
Del otro lado del amplio salón se abría un par de amplias puertas de vaivén sobre las cuales se leía, escrito en anticuadas letras doradas: SALÓN
COLORADO.
Hallorann siguió la mirada de Jack y le advirtió:
—Si le gusta a usted la bebida, espero que se haya traído sus provisiones. Aquí no hay ni gota. Como anoche fue la fiesta del personal, doncellas y botones andaban por ahí con un buen dolor de cabeza; yo entre ellos.
—Yo no bebo —declaró lacónicamente Jack, y todos volvieron al vestíbulo.
Durante la media hora que habían pasado en la cocina, el lugar se había despejado mucho. El largo salón principal empezaba a asumir el aspecto silencioso y abandonado que sin duda, suponía Jack, no tardaría en hacérseles familiar. Las sillas de respaldo alto estaban vacías. Las monjas antes sentadas junto al hogar ya no estaban, y hasta el fuego se había reducido a un lecho de carbones tibiamente resplandecientes.
Wendy echó un vistazo al aparcamiento y vio que casi todos los coches, salvo una docena escasa, habían desaparecido.
Wendy se encontró deseando que pudieran volver a subirse en el
«Volkswagen» para regresar a Boulder... o a donde fuera.
Jack andaba buscando a Ullman, pero no estaba en el vestíbulo.
Se les acercó una chica joven, con el pelo de color rubio ceniza recogido en la nuca.
—Tu equipaje está fuera en la terraza, Dick.
—Gracias, Sally —Hallorann le dio un beso superficial en la frente—.
Que pases bien el invierno. He oído que te casas.
Mientras la muchacha se alejaba, contoneándose y moviendo graciosamente el trasero, Hallorann se volvió a los Torrance.
—Tendré que darme prisa para alcanzar ese avión. Les deseo que les vaya muy bien, y estoy seguro de que así será.
—Gracias, ha sido usted muy amable —reconoció Jack.
—Yo le cuidaré mucho la cocina —volvió a prometerle Wendy—. Que se divierta en Florida.
—Como siempre —le aseguró Hallorann, que apoyó las manos en las

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