Capitulo 52

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daño.
—Electro...
—Lo llamamos EEG, para abreviar. Te voy a conectar unos alambrecitos a la cabeza... no, no te los meteré dentro, irán pegados con esparadrapo... y estos lápices que tiene aquí la máquina registrarán tus ondas cerebrales.
—¿Como en El hombre que valía seis millones de dólares?
—Muy parecido. ¿Te gustaría ser como Steve Austin cuando seas mayor?
—No —declinó Danny mientras la enfermera empezaba a asegurarle los electrodos en varios puntos del cráneo que previamente le habían afeitado—. Mi papá dice que algún día se le hará un cortocircuito y que entonces tendrá que pasarlas sumamente mal.
—Bien que lo sé —comentó amablemente el doctor Edmonds—. Yo también las he pasado mal a veces. Un EEG puede decirnos muchísimas cosas, Danny.
—¿Cómo qué?
—Como, por ejemplo, si tienes epilepsia. Es un problema en el que...
—Sí, ya sé lo que es la epilepsia.
—¿De veras?
—Claro. Había un chico en el jardín de infancia donde yo iba en Vermont... fui al jardín de infancia cuando era pequeñito..., que tenía eso. Y no podía usar un tablero de destellos.
—¿Qué era eso, Dan? —el médico hablaba atendiendo al aparato. En la cinta empezaron a dibujarse finas líneas.
—Era algo todo lleno de luces de diferentes colores. Cuando uno lo encendía, había algunos colores que destellaban, pero no todos. Y uno tenía que contar los colores, y si se apretaba el botón necesario se apagaba. Bren no podía usarlo.
—Eso es porque a veces unas luces brillantes que destellan pueden causar un ataque epiléptico.
—¿Quiere usted decir que al usar el tablero de destellos a Brent podría haberle dado un patatús?
Edmonds y la enfermera cambiaron una mirada divertida.
—La forma de decirlo no es muy elegante, pero es exacta, Danny.
—¿Qué?
—Dije que tienes razón, pero que lo correcto es decir «ataque» en vez de «patatús». No es elegante. Y ahora, quédate quietecito como un ratón.
—Bueno.
—Danny, cuando te pasan esas... esas cosas, ¿recuerdas si alguna vez has visto antes destellos de luces brillantes?
—No.
—¿Ni has oído ruidos raros? ¿Un timbre o una melodía como la de un carillón?
—Hum.
—Y algún olor extraño, digamos a naranjas o a serrín? ¿O un olor como de algo podrido?
—No, señor.
—¿Alguna vez sientes ganas de llorar antes de desmayarte? ¿Aunque no estés triste?
—No.
—Estupendo, pues.
—¿Tengo epilepsia, doctor Bill?
—No lo creo, Danny. Quédate quieto. Ya casi terminamos.
El aparato murmuró y rascó durante otros cinco minutos antes de que el doctor Edmonds lo apagara.
—Hemos terminado, muchacho —le dijo alegremente Edmonds—.
Deja que Sally te quite esos electrodos, y después ven a la otra habitación; quiero hablar un ratito contigo, ¿eh?
—Bueno.
—Sally, ocúpate de hacerle la prueba de tuberculina antes de que venga.
—Perfectamente.
Edmonds arrancó la larga y ondulada tira de papel que el aparato había expulsado y se fue al cuarto de al lado examinándola.
—Te voy a dar un pinchacito en el brazo —le advirtió la enfermera después que Danny se hubo puesto los pantalones—, para que podamos estar seguros de que no tienes tuberculosis.
—Oh, eso me lo hicieron el año pasado en la escuela —le comunicó Danny sin mucha esperanza.
—Pero de eso hace mucho tiempo, y además ahora tú eres un chico grande, ¿no?
—Supongo que sí —suspiró Danny, y ofreció el brazo para el sacrificio.
Cuando tuvo puestos la zapatos y la camisa, pasó por la puerta corrediza que daba al despacho del doctor Edmonds. El médico estaba sentado en el borde de su escritorio, balanceando pensativamente las piernas.
—Hola, Danny.
—Hola.
—¿Qué tal va esa mano? —señaló la mano izquierda de Danny, ahora vendada.
—Bastante bien.
—Me alegro. Estuve mirando tu EEG y me parece bien. Pero se lo voy a mandar a un amigo mío de Denver, que se gana la vida leyendo esas cosas.
Para asegurarme, sabes.
—Sí, señor.
—Háblame de Tony, Dan.
Danny cambió de posición.
—No es más que un amigo invisible que yo me inventé. Para que me hiciera compañía.
Edmonds se rió y le apoyó ambas manos en los hombros.
—Oye, eso es lo que dicen tu mamá y tu papá. Pero lo que me digas quedará entre nosotros, muchacho. Yo soy tu médico. Dime la verdad, y te prometo que no les diré nada a ellos, salvo que tú me digas que puedo.
Danny lo pensó. Miró a Edmonds y, con un pequeño esfuerzo de concentración, intentó captar sus pensamientos o, por lo menos, el estado de ánimo. De pronto, en su cabeza se formó una imagen extrañamente tranquilizadora: un archivador, cuyas puertas corredizas se cerraban una tras otra, trabándose con un pequeño clic. Escrito en las etiquetas en el centro de cada puerta se leía: A-C, SECRETO; D-G, SECRETO, y así sucesivamente. El chico se sintió un poco más tranquilo.
—No sé quién es Tony —admitió cautelosamente.
—¿Tiene tu edad?
—No, tiene once años, por lo menos. Creo que hasta es posible que sea mayor. Nunca lo he visto bien de cerca. Tal vez ya tenga edad para conducir un coche.
—Entonces, ¿no lo ves más que de cierta distancia?
—Sí, señor.
—¿Y siempre viene antes de que tú pierdas el conocimiento?
—Bueno, no es que pierda el conocimiento. Más bien es como si me fuera con él, y él me muestra cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno... —durante un momento, Danny dudó; después le contó a Edmonds lo del baúl con todos los escritos de papá, y cómo, después de todo, los mozos no lo habían perdido en el viaje de Vermont a Colorado.
Durante todo el tiempo había estado allí, bajo la escalera.
—¿Y tu papá lo encontró donde Tony dijo que estaría?
—Oh, sí señor. Sólo que Tony no me lo dijo , me lo mostró.
—Comprendo. Danny, ¿qué te mostró Tony anoche, cuando te encerraste en el baño?
—No recuerdo —respondió demasiado

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