Capitulo 49

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arranque de mal genio. Poca cosa, pero lo suficiente para sentirse mal, y asustado. Con una copa se le borraría esa sensación, claro que sí. Se le borraría eso (Algo referente al cronómetro) y todo lo demás. No había error en esas palabras. Ninguno. Cada una había sonado tan clara como una campana. Se detuvo en el pasillo, mirando hacia atrás, y automáticamente se pasó el pañuelo por los labios.
Sus formas sólo eran siluetas oscuras destacadas por el resplandor de la lámpara de noche. Sin llevar encima más que las bragas, Wendy se acercó a la cama para volver a arroparlo; el chico se había destapado. Jack, de pie en la puerta, la observó mientras ella le tocaba la frente con la muñeca.
—¿Tiene fiebre?
—No —Wendy besó la mejilla de su hijo.
—Gracias a Dios que pediste hora —murmuró Jack cuando ella volvió a la puerta—. ¿Tú crees que ese tipo será bueno?
—Fue lo que me dijeron en el mercado. Es todo lo que sé.
—Si algo anda mal, Wendy, os enviaré a los dos a casa de tu madre.
—No.
—Ya sé cómo te sientes —reconoció Jack, rodeándola con el brazo.
—Cuando se trata de ella, tú no tienes la menor idea de cómo me siento.
—Wendy, es que no hay otro lugar donde pueda mandaros, y tú lo sabes.
—Si tú vinieras...
—Sin este trabajo estamos listos —enunció simplemente Jack—. Ya lo sabes.
La otra silueta asintió con un gesto lento. Sí, lo sabía.
—Cuando tuve la entrevista con Ullman, me pareció que simplemente estaba exagerando, pero ya no estoy tan seguro. Tal vez, realmente no debería haber intentado esto con vosotros dos. A sesenta y cinco kilómetros del lugar más próximo.
—Yo te quiero, y Danny te quiere más aún, si cabe —dijo ella—. Le habrías destrozado el corazón, Jack. Y se lo destrozarás, si nos apartas de ti.
—No lo plantees de esa manera.
—Si el médico dice que algo anda mal, buscaré trabajo en Sidewinder
—dijo Wendy—. Y si no encuentro nada allí, Danny y yo nos iremos a Boulder. Pero no puedo ir a casa de mi madre, Jack. De ninguna manera. No me lo pidas, porque no puedo.
—Sí, creo que te entiendo. Ánimo, que tal vez no sea nada.
—Tal vez.
—¿La hora es para los dos?
—Sí.
—Dejemos abierta la puerta del dormitorio, Wendy.
—Sí, claro. Pero creo que ahora dormirá.
Sin embargo, no fue así.
Buuum... buum... buumbuumBUUMBUUM...
Él escapaba de los ruidos retumbantes, resonantes, a través de retorcidos, laberínticos corredores, mientras sus pies desnudos susurraban sobre la suavidad de una selva azul y negra. Cada vez que oía el estruendo del mazo de roque al estrellarse contra la pared, en algún sitio tras él, quería gritar. Pero no. No debía. Un grito le delataría y entonces (entonces REDRUM) (Ven aquí a tomar tu medicina, llorón de mierda) Y podía oír acercarse al dueño de esa voz, acercarse en busca de él, avanzando por el vestíbulo como un tigre en una extraña selva azul y negra.
Devorador de hombres.
(¡A ver si sales, tú, hijito de perra!)
Si pudiera llegar a las escaleras para bajar, si pudiera salir del tercer piso, estaría a salvo. Incluso en el ascensor. Si pudiera recordar lo que había olvidado. Pero estaba oscuro y en su terror había perdido el sentido de la orientación. Había escapado por un corredor y después por otro, con el corazón en la boca como un bloque de hielo ardiente, temiendo en cada vuelta que daba encontrarse frente a frente con el tigre humano que erraba por los pasillos.
Ahora los golpes se oían a espaldas de él, los gritos. El silbido que hacía la cabeza del mazo al cortar el aire (roque... mazazo... roque... mazazo... REDRUM) antes de estrellarse contra la pared. El susurro suave de los pies sobre la alfombra selvática. El sabor del pánico en la boca, como un jugo amargo. (Tú recordarás lo que fue olvidado...) ¿lo recordaría? Y ¿qué era?
Al doblar otra esquina, a la carrera, vio con un horror insidioso y sin resquicios que estaba en un callejón sin salida. Desde todos lados, las puertas cerradas lo miraban hoscamente. El ala oeste. Estaba en el ala oeste y afuera oía los gemidos y lamentos de la tormenta, como si se le ahogaran en la oscura garganta llena de nieve.
Retrocedió contra la pared, llorando de terror, el corazón palpitante como el de un conejito caído en una trampa. Al apoyar la espalda contra el sedoso papel de color azul claro en su dibujo de líneas onduladas, las piernas se le aflojaron y su cuerpo se desplomó sobre la alfombra, abiertas las manos sobre la jungla de enredaderas y lianas entretejidas, el aliento silbándole trabajosamente al entrar y salir de la garganta.
Cada vez más fuerte. Más fuerte.
En los pasillos había un tigre, que ahora estaba a punto de doblar hacia donde él estaba, sin dejar de vociferar en su cólera enloquecida, lunática, impaciente, esgrimiendo el mazo de roque, porque era un tigre, andaba en dos piernas y era...
Se despertó haciendo una inspiración súbita, profunda, enderezándose rígidamente en la cama, con los ojos muy abiertos clavados en la oscuridad, ambas manos cruzadas sobre la cara.
Tenía algo sobre la mano. Algo que se movía.
Avispas. Tres avispas.
En ese momento le picaron, todas al mismo tiempo, y entonces todas las imágenes se desintegraron y cayeron sobre él como una oscura inundación, y empezó a dar alaridos en la oscuridad, siempre con las avispas en la mano izquierda, picándolo y volviéndolo a picar.
Las luces se encendieron y ahí estaba papá en calzoncillos, con los ojos brillantes. Y tras él mami, asustada y con cara de sueño.
— ¡Quítamelas de encima! —vociferó Danny.
—Oh Dios mío —susurró Jack, que vio los insectos.
—Jack, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa?
Él no le contestó. Corrió hacia la cama, se apoderó de la almohada y con ella empezó a golpear la mano izquierda de Danny. Una vez, y otra, y otra. Wendy vio cómo los insectos se elevaban torpemente en el

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