Capitulo 93

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para la habitación de paréeles acolchadas, conduciéndose como decía Wally Hollis que se había comportado Vic Stenger antes de que los hombres de bata blanca vinieran a llevárselo?
(¡Pero yo nunca le puse la mano encima! ¡Jamás, carajo!)
—¿Jack? —la voz era tímida, vacilante.
Y lo sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de caerse del taburete al darse vuelta. Wendy estaba parada apenas pasado el vano de la doble puerta, con Danny sostenido en los brazos como un horrendo maniquí de cera. Los tres componían un cuadro que impresionó profundamente a Jack: el momento antes de que bajara el telón del segundo acto de algún antiguo melodrama, tan mal puesto en escena que los tramoyistas se habían olvidado de las botellas en los estantes de la Guarida de la Iniquidad.
—Yo jamás lo toqué —articuló pastosamente Jack—. Jamás lo toqué desde la noche en que le rompí el brazo. Ni siquiera le he dado un azote.
—Jack, ahora eso no importa. Lo que importa es...
— ¡Si que importa! —bramó él, y asestó sobre el mostrador un puñetazo que levantó en el aire el tazón de cacahuetes vacío—. ¡Importa, carajo, sí que importa!
—Jack, tenemos que sacarlo de la montaña. Está...
En sus brazos, Danny empezó a moverse. La expresión vacía y atónita del rostro había empezado a resquebrajarse como la capa de hielo que recubre una superficie. Sus labios se estremecieron como si percibieran un sabor horrible. Los ojos se abrieron, las manos se elevaron como si quisieran cubrirlos y después, volvieron a caer.
Bruscamente, el chico se puso rígido en brazos de Wendy. La espalda se le arqueó hasta hacer tambalear a la madre. Y repentinamente, Danny empezó a chillar, a emitir gritos resonantes y enloquecidos que se le escapaban de la garganta tensa en una serie increíble de alaridos. El eco hacía que los ámbitos vacíos les devolvieran los gritos como alaridos fantasmales. La impresión era que hubiera cien criaturas como Danny, gritando todas al mismo tiempo.
— ¡Jack! —clamó Wendy, aterrorizada—. Jack, por Dios, ¿qué le pasa?
Entumecido de la cintura para abajo, más asustado de lo que jamás lo hubiera estado en su vida, Jack se bajó del taburete. ¿A qué agujero se había asomado su hijo, a qué oscura madriguera? ¿Y qué había habido allí que lo lastimara?
—¡Danny! —rugió—. ¡Danny!
Danny lo vio y, con una fuerza súbita y salvaje que no dejó a su madre posibilidad de sostenerlo, se arrancó de sus brazos. Tambaleante, Wendy retrocedió contra uno de los reservados y estuvo a punto de caerse dentro de él.
— ¡Papito! —aulló el chico, mientras se precipitaba hacia Jack con los ojos enormes, desorbitados—. ¡Oh papito fue ella! ¡Ella! ¡Ella! ¡Ay papiii...!
Con el ímpetu de una flecha se arrojó en brazos de Jack, obligándolo a tambalearse sobre sus pies. Danny se aferró furiosamente a él, al principio sacudiéndolo como un luchador, hasta que finalmente empezó a sollozar contra su pecho. Jack sentía contra su cuerpo el pequeño rostro, ardiente y contraído.
Papito, fue ella.
Jack levantó lentamente la mirada hasta el rostro de Wendy; sus ojos parecían pequeñas monedas de plata.
—¿Wendy? —La voz era suave, casi un ronroneo—. Wendy, ¿qué le hiciste?
Con el rostro pálido, con atónita incredulidad, ella lo miró a su vez, y sacudió la cabeza.
—Oh, Jack, pero tú sabes...
Afuera, había empezado a nevar otra vez.

29. CONVERSACIÓN EN LA COCINA
Jack llevó a Danny a la cocina. El chico seguía sollozando desesperadamente, negándose a apartar la cara del pecho de Jack. En la cocina, Jack volvió a entregárselo a Wendy, que seguía pareciendo azorada e incrédula.
—Jack, no se de qué está hablando. Créeme, por favor.
—Te creo —asintió él, aunque para sus adentros tenía que admitir que le daba cierto placer ver la forma tan inesperada, tan desconcertante, en que se habían dado la vuelta las cosas. Sin embargo, su furia con Wendy no había sido más que un arranque del momento; en su fuero interno, Jack sabía que Wendy se vertería encima una lata de gasolina y se prendería fuego antes de dañar a Danny.
Sobre el quemador de atrás de la cocina, con fuego bajo, se mantenía la tetera. Jack puso un saquito de té en su gran tazón de cerámica y lo llenó de agua caliente hasta la mitad.
—¿Tienes jerez para cocinar, verdad? —presunto a Wendy.
—¿Cómo? Ah, si... hay dos o tres botellas.
—¿En qué armario?
Ella se lo señaló, y Jack bajó una de las botella, Echó un buen chorro en el tazón, volvió a guardar el jerez y llenó de leche el resto del tazón. Le agregó tres cucharadas de azúcar y lo revolvió. Después se lo alcanzó a Danny, cuyos sollozos habían disminuido hasta convertirse en un lloriqueo entrecortado. Pero seguía temblando de pies a cabeza y los ojos, muy abiertos, no habían perdido su fijeza.
—Haz el favor de beberte eso, doc —le pidió Jack—. Te va a parecer horrible, pero te hará sentir mejor. ¿Quieres bebértelo, por papá?
Con un gesto afirmativo, el chico cogió el tazón. Bebió un sorbo, hizo una mueca y miró interrogativamente a su padre. Jack asintió con la cabeza y Danny siguió bebiendo. Dentro de ella, Wendy sintió el familiar aguijonazo de los celos; sabia que su hijo no lo habría bebido por ella.
Inmediatamente se le ocurrió una idea inquietante, alarmante incluso: ¿habría deseado ella pensar que el culpable era Jack? ¿Estaría tan celosa?
Era la forma en que habría pensado su madre, y eso era lo más horrible de todo. Wendy recordaba un domingo en que su papá la había llevado al parque y que ella se había caído del armazón de gimnasia y se había lastimado las rodillas. Cuando su padre la llevó a casa, la madre le había gritado: «¿Y tú qué hacías? ¿Por qué no estabas vigilándola? ¿Qué clase de padre eres?»
(La madre lo había llevado a la tumba; cuando por fin él se divorció

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