Capitulo 14

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hundió la cara en el forro de piel de oveja de su chaqueta de dril y lo abrazó fuerte fuerte fuerte. Jack también lo abrazó, un poco perplejo.
—Oye, será mejor que no te quedes así sentado al sol, hijo. Estás todo sudoroso.
—Creo que me quedé un rato dormido. Te quiero, papá. Te estaba esperando.
—Yo también te quiero, Dan. Mira, he traído algunas cosas. ¿Crees que eres bastante grande para subirlas?
—¡Claro!
—Doc Torrance, el hombre más fuerte del mundo —anunció Jack, mientras le desordenaba el pelo—. Que se entretiene quedándose dormido en las esquinas.
Después los dos fueron hacia la puerta y mamá bajó al porche, a su encuentro, y Danny se quedó en el segundo escalón, mirando cómo se besaban sus padres. Estaban contentos de verse. El amor fluía de ellos de la misma manera que había fluido del muchacho y de la chica que se paseaban por la calle cogidos de la mano. Danny estaba contento.
El bolso de la compra —que no era más que el bolso de la compra— crujía entre sus brazos. Todo estaba bien. Papá había vuelto, mamá lo quería. No había nada de malo. Y no todo lo que Tony le mostraba sucedía siempre.
Pero el miedo se le había instalado en el corazón, profundo y terrible, en el corazón y en esa palabra indescifrable que había visto en el espejo de su espíritu.

5. LA CABINA TELEFÓNICA
Jack aparcó el «Volkswagen» frente al «Rexall», en el centro comercial y dejó que el motor se parara. Volvió a pensar si no tendría que decidirse a cambiar de una vez la bomba de la gasolina y volvió a considerar que no podían permitirse ese gasto. Si el coche aguantaba hasta noviembre, podría jubilarse con todos los honores. Para noviembre, allá en las montañas, la nieve ya estaría más alta que el techo del cacharro... y tal vez más alta que tres cacharros de esos apilados uno encima del otro.
—Quiero que te quedes en el coche, doc. Te traeré una barra de caramelo.
—¿Por qué no puedo ir?
—Tengo que hacer una llamada telefónica y es un asunto privado.
—¿Por eso no la hiciste desde casa?
—Por eso.
Wendy había insistido en que tuvieran teléfono, a pesar de lo ajustado de sus recursos. Con un niño pequeño, había dicho (y especialmente con un chico como Danny, que a veces tenía pérdidas de conocimiento), no podían permitirse carecer de teléfono. De modo que Jack había hecho frente a los treinta dólares de gastos de instalación —lo que ya era bastante grave— y a un depósito de noventa dólares de fianza, que era realmente doloroso. Y hasta ese momento, a no ser por dos llamadas equivocadas, el teléfono había estado mudo.
—¿Puedes traerme uno de fruta, papá?
—Claro. Pero quédate quieto y no juegues con la palanca de cambios,
¿eh?
—Bueno. Miraré los mapas.
—Eso.
Mientras Jack salía, Danny abrió la guantera y sacó los cinco ajados mapas de carreteras: Colorado, Nebraska, Utah, Wyoming, Nuevo México. Le encantaban los mapas de carreteras, le gustaba seguir con el dedo el recorrido de las rutas. Por lo que a él se refería, tener mapas nuevos era lo mejor de haberse mudado al Oeste.
Jack fue al mostrador del drugstore , compró la barrita de caramelo para Danny, un periódico y un ejemplar de Selecciones para Escritores del mes de octubre. Pagó a la chica con un billete de cinco dólares y le pidió que le diera el cambio en monedas de veinticinco. Con ellas en la mano se dirigió hacia la cabina telefónica colocada junto a la máquina de hacer llaves y se metió dentro. Desde allí, a través de tres cristales, podía ver a su hijo dentro del «Volkswagen». La cabeza del niño se inclinaba con seriedad sobre los mapas. Jack sintió una oleada de amor casi desesperado por su hijo. La emoción se tradujo en su rostro en una hosquedad pétrea.
Pensaba que en realidad tendría que haber hecho desde su casa la ineludible llamada de agradecimiento a Al; desde luego, no iba a decirle nada que Wendy pudiera objetar. Era su orgullo el que se lo vedaba. Por entonces, casi siempre prestaba oídos a lo que decía su orgullo, porque aparte de su mujer y su hijo, seiscientos dólares en su cuenta bancaria y un exhausto «Volkswagen» de 1968, era lo único que le quedaba. Lo único que le pertenecía. Hasta la cuenta bancaria era conjunta. Un año atrás era profesor de inglés en una de las mejores escuelas preparatorias de Nueva Inglaterra. Allí había tenido amigos —aunque no exactamente los mismos que antes de dejar la bebida—, algunas diversiones y también colegas que admiraban su soltura en el aula, y el hecho de que fuera escritor en su vida privada. Seis meses antes, las cosas iban bien. De pronto, incluso les quedó el dinero suficiente, al final de cada quincena, para hacer unos pequeños ahorros. En la época en que bebía no le quedaba jamás un centavo, por más que Al Shockley le ayudara muchas veces. Él y Wendy habían empezado, cautelosamente, a hablar de una casa y de dar una entrada, para dentro de un año o cosa así. Una granja, en el campo, aunque hicieran falta unos seis u ocho años para renovarla por completo, qué demonios, eran jóvenes, tenían tiempo.
Y entonces había tenido un arranque de mal genio.
George Hatfield.
El aroma de la esperanza se había convertido en el olor a cuero viejo del despacho de Crommert, donde todo parecía una escena tomada de su propia obra: las viejas imágenes de los antiguos directores de Stovington en las paredes, los grabados en acero de la facultad tal como era en 1879, cuando la construyeron, y en 1895, cuando el dinero de Vanderbilt les permitió construir la casa de campo que todavía se levantaba al extremo oeste del campo de fútbol, inmensa y chata, revestida de hiedra. La hiedra de abril susurraba del otro lado de la estrecha ventana de Crommert, y del radiador brotaba la voz soñolienta del vapor de agua. Pero no es un decorado, había pensado él. Era real. Era su vida. ¿Cómo podía haberla jodido de

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