Capitulo 50

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aire, zumbando.
—¡Coge una revista y mátalas! —vociferó Jack por encima del hombro.
—¿Avispas? —balbuceó Wendy, y durante un momento el hecho la dejó fría. Después, se hicieron las conexiones mentales y al conocimiento se sumó la emoción—. ¡Avispas! ¡Oh, Jack, pero tú dijiste...!
— ¡Cállate y mátalas de una vez, carajo! —rugió él—. ¡Haz lo que te digo!
Uno de los insectos se había posado sobre la mesa de Danny. Wendy tomó de encima de la mesa un libro para colorear y le asestó un golpe.
Quedó una mancha de color marrón, viscosa.
—Hay otra en la cortina —señaló Jack, mientras salía corriendo del cuarto con Danny en brazos.
Lo llevó al dormitorio de ellos y lo depositó en la cama, del lado de Wendy.
—Quédate aquí, Danny. No vuelvas mientras yo no te llame.
¿Entendido?
Con el rostro hinchado y surcado de lágrimas, doc asintió.
—Chico valiente.
Jack atravesó corriendo él vestíbulo, hacia las escaleras. A sus espaldas oyó dos golpes más asestados con el libro y después un grito de dolor de su mujer. Sin detenerse, siguió bajando los escalones de dos en dos hasta llegar al vestíbulo de abajo, a oscuras. Atravesó el despacho de Ullman, entró en la cocina, sin sentir casi el golpe que se dio en la pierna contra la mesa de roble del gerente. Encendió la luz principal de la cocina y corrió hacia el fregadero.
Allí estaban los platos de la cena, amontonados en el escurridor, donde Wendy los había dejado para que se secaran, después de fregados. Jack cogió la gran ensaladera de vidrio que coronaba la pila. Un plato cayó al suelo y se hizo pedazos. Sin prestarle atención, giró sobre sus talones y volvió a atravesar a la carrera el despacho y a subir las escaleras.
Wendy estaba de pie a la puerta del cuarto de Danny, respirando con dificultad, pálida como un mantel de hilo. Los ojos le brillaban, vidriosos e inexpresivos, y tenía el pelo húmedo, pegado al cuello.
—Las maté a todas —articuló—, pero una me picó. Oh, Jack, tú dijiste que estaban todas muertas.
Wendy empezó a llorar.
Sin contestarle, Jack pasó junto a ella con la ensaladera y se acercó al avispero colocado junto a la cama de Danny. Todo en calma. Nada se movía allí, del lado de afuera, por lo menos. Cubrió el avispero con la ensaladera.
—Ven, vamos.
Los dos volvieron a su dormitorio.
—¿Dónde te ha picado?
—Me... En la muñeca.
—A ver.
Wendy se la mostró. Sobre el brazalete de líneas que separan la muñeca y la palma se veía un agujerito en circular, en torno al cual la carne empezaba a hincharse.
—¿Tú eres alérgica a las picaduras? —preguntó Jack—. Trata de recordarlo, porque en ese caso también podría serlo Danny. Las muy malditas lo han picado cinco o seis veces.
—No —respondió Wendy, con más calma—. Yo... las odio, nada más.
Las odio.
Danny estaba sentado a los pies de la cama, sosteniéndose la mano izquierda, y mirándolos. Sus ojos asustados miraron con aire de reproche a Jack.
—Papito, tú dijiste que las habías matado a todas. La mano... me duele mucho.
—Déjame ver, doc... no, no te la voy a tocar. Te haría doler más. Sólo levántala.
El chico levantó la mano y Wendy gritó:
—Oh, Danny... ¡tu pobre mano!
Al día siguiente, el médico llegaría a contar once picaduras. En ese momento, lo que se veía era un espolvoreo de agujeritos, como si la palma y los dedos hubieran sido cubiertos de pimienta roja. Y una gran hinchazón.
La mano había empezado a tener el aspecto de uno de esos dibujos animados en los que el conejo Bugs o el pato Donald se dan un martillazo en los dedos.
—Wendy, ve a buscar ese spray que tenemos en el baño —pidió Jack.
Entretanto, él se sentó en la cama, junto a Danny, y le rodeó los hombros con un brazo.
—Después de ponerte eso en la mano, te voy a sacar algunas fotos con la «Polaroid», doc. Y después, esta noche dormirás con nosotros, ¿te parece?
—Sí —aceptó Danny—. Pero, ¿por qué me vas a tomar las fotos?
—De la mano, porque con ellas es muy posible que podamos demandar a esa gente.
Wendy regresó con un aparato que parecía un extintor de incendios en miniatura.
—Esto no te dolerá, tesoro —le explicó mientras lo destapaba rápidamente.
El chico tendió la mano y la madre se la cubrió con el líquido hasta dejarla brillante. Danny dejó escapar un largo suspiro, tembloroso.
—¿Te arde?
—No, me sienta bien.
—Ahora éstas. Mastícalas —Wendy le dio cinco aspirinas para niños, con sabor a naranja. Danny se las fue metiendo una a una en la boca.
—¿No es demasiada aspirina? —preguntó Jack.
—Son demasiadas picaduras —le recordó Wendy encolerizada—. Vete y deshazte de ese avispero, Jack Torrance, ahora mismo.
—Un momento.
Fue hacia la cómoda en busca de la cámara «Polaroid» que había guardado en el cajón de arriba. Buscando más, encontró los cuboflashes.
—Jack, ¿qué estás haciendo? —la voz de Wendy sonó un poco histérica.
—Va a tomarme fotos de la mano —explicó con seriedad Danny—, para que podamos demandar a cierta gente. ¿No es así, papi?
—Exacto —respondió Jack en tono sombrío, mientras colocaba el flash en la cámara—. Tiende la mano, hijo. Calculo unos cinco mil dólares por picadura.
—¿De qué estáis hablando? —casi gritó Wendy.
—Te lo diré. Seguí las instrucciones de la maldita bomba insecticida, y vamos a demandarlos. El aparato estaba estropeado, no puede ser de otra manera. Si no, ¿cómo se explica esto?
—Ah —suspiró Wendy.
Jack tomó cuatro fotografías y le fue entregando los negativos a Wendy para que controlara el tiempo de revelado con el pequeño reloj que llevaba colgado al cuello. Danny, fascinado por la idea de que las picaduras que tenía en la mano pudieran valer miles y miles de dólares, empezó a perder el miedo y a mostrarse más interesado. La mano le latía sordamente y le dolía un

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