Capitulo 9

6 1 0
                                    


así. Mire, en el mes de julio último perdimos una fulana. Ullman tuvo que ocuparse del asunto, y puede apostar la cabeza a que se ocupó. Por algo le pagan veintidós mil por temporada, y por más que me disguste el tipo, reconozco que se los gana.
Parece que hubiera gente que viene aquí nada más que para vomitar y que contrataran a un tipo como Ullman para limpiar los vómitos. Pues ahí viene esta mujer, que debía tener sus malditos sesenta años... ¡mi edad! y con el pelo teñido más rojo que la luz de una casa de putas, las tetas caídas hasta el ombligo, porque sostén no llevaba, unas venas varicosas en todas las piernas que parecían un par de mapas de carreteras, ¡y las joyas que tenía en el pescuezo y los brazos y le colgaban de las orejas! Y venía con ese chico que no podía tener más de diecisiete, con el pelo largo hasta el culo y el pantalón que le marcaba todo como si lo rellenara con las páginas de chistes.
Y se pasan aquí una semana o unos diez días, no sé, y todas las noches la misma historia. En el salón Colorado de cinco a siete, ella tragando ponches como si mañana fueran a declararlos fuera de la ley, y él con una botellita de «Olympia», haciéndola durar. Y ella haciendo chistes y diciendo todas esas cosas ingeniosas, y cada vez que decía una él hacía una mueca como un jodido mono, como si le hubieran atado hilos a los extremos de la boca. Sólo que después de unos días ya se notaba que cada vez le costaba más sonreír, y sabe Dios lo que tendría que pensar para conseguir que le funcionara el arma a la hora de acostarse. Bueno, y después se iban a cenar, él caminando y ella tambaleándose, borracha como un pato, imagínese, y él pellizcando a las camareras y haciéndoles sonrisitas mientras ella no miraba. Créame que hasta hicimos apuestas a ver cuánto duraría.
Watson se encogió de hombros.
—Entonces, una noche, alrededor de las diez, él baja diciendo que su «mujer» está «indispuesta», es decir que ha vuelto a desmayarse como todas las noches que estuvo aquí, y que va a buscarle algún remedio para el estómago. Y se va en el «Porsche» en que habían llegado y ésa fue la última vez que se le vio el pelo. A la mañana siguiente ella baja y trata de mantener el tipo, pero cada vez se va poniendo más y más pálida hasta que el señor Ullman le pregunta, así, muy diplomático, si no querría notificar a la poli del Estado, por las dudas de si él hubiera tenido un accidente o cualquier cosa. Y ella se le viene encima como una gata. No, no, no, si él es un conductor estupendo, ella no está preocupada, no pasa nada, él volverá para la cena y cosas así. De modo que esa tarde, sobre las tres, ella se va al «Colorado» y no cena nada. A las diez y media se va a su cuarto y ésa fue la última vez que la vimos viva.
—¿Qué sucedió?
—El juez del Condado dijo que se había tomado como treinta píldoras para dormir encima de todo el alcohol. Al día siguiente apareció el marido, todo un gran abogado de Nueva York, y lo paseó al viejo Ullman por todos los corredores del infierno. Que lo demandaré por esto y lo procesaré por lo otro y cuando acabe con usted no va a poder encontrar ni siquiera un par de calzoncillos limpios y cosas por el estilo. Pero Ullman no es tonto, el muy mamón. Al final logró calmarlo. Me imagino que le preguntó al figurón qué le parecería que su mujer apareciera en todos los periódicos de Nueva York: Esposa de Prominente Blablablá neoyorquino aparece muerta con la panza llena de somníferos. Después de haber estado jugando al escondite con un chico que podía haber sido su nieto.
»La Policía encontró el «Porsche» en la parte de atrás de ese bar que está abierto toda la noche en Lyonos, y Ullman tiró de algunos hilos para conseguir que se lo devolvieran al abogado. Después, entre los dos lo presionaron al viejo Archer Houghton, que es el juez del Condado, y consiguieron que cambiara el fallo por el de muerte accidental. Ataque al corazón. Y ahora el viejo Archer conduce un «Chrysler». Yo no se lo critico.
Un hombre tiene que aprovechar lo que encuentra, especialmente cuando ya van pasando los años.
Apareció el pañuelo. Bocina. Mirada. Desaparición.
—Y entonces, ¿qué pasa? Como una semana después esa estúpida de camarera, Delores Vickery me llama, da un grito infernal mientras está haciendo el cuarto donde pararon esos dos y se cae desmayada. Cuando vuelve en sí dice que ha visto a la muerta en el cuarto de baño, tendida en la bañera, desnuda. «Con la cara de color púrpura y toda hinchada —cuenta— y me sonrió.» Así que Ullman la despidió pagándole dos semanas y le dijo que se esfumara. Yo calculo que en este hotel deben haberse muerto unas cuarenta o cincuenta personas desde que mi abuelo empezó el negocio en 1910.
Clavó en Jack una mirada de astucia.
—¿Y sabe cómo murieron la mayoría? De ataques al corazón o a la cabeza, mientras se divertían con la dama que estaba con ellos. Esos son los que más vienen a estos lugares, tipos viejos que quieren echar la última cana al aire. Se vienen a las montañas para hacer como si tuvieran otra vez veinte años. Pero a veces les falla algo, y no todos los tipos que dirigieron este lugar eran tan buenos como Ullman para escabullirse de los periódicos. Así que el «Overlook» tiene su reputación, vaya si la tiene. Apostaría a que el jodido «Biltmore» de Nueva York también la tiene, si uno sabe a quién hay que preguntarle.
—Y fantasmas, ¿no hay?
—Señor Torrance, yo he trabajado aquí toda mi vida. Cuando era un crío de la edad de su hijo en esa foto que usted me enseñó, ya jugaba aquí, y todavía no he visto un fantasma. Venga conmigo al fondo, que le enseñaré el depósito de herramientas.
—De acuerdo.
Mientras Watson se estiraba para apagar la luz, Jack comentó:
—Vaya cantidad de papeles que hay aquí abajo.
—No lo dirá usted en broma. Parece que se

El RespalndorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora