Capitulo 83

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¡OJO!) El murmullo nervioso se convirtió en el tarareo gutural: «Lou, Lou, salta sobre mí Lou, salta sobre mí...»
¿Acaso el señor Hallorann no había tenido razón? ¿No había sido ésa, finalmente, la causa de que él guardara silencio y dejara que la nieve los encerrara a todos?
Cierra los ojos, simplemente, y desaparecerá.
Lo que él había visto en la suite presidencial había desaparecido. Y la serpiente no había sido más que una manguera de incendios caída sobre la alfombra. Sí, hasta esa sangre en la suite presidencial era algo viejo, algo inofensivo, algo que había pasado mucho antes de que él naciera y de que lo concibieran incluso, algo que ya no existía. Como una película que sólo él pudiera ver. No había nada, realmente nada en ese hotel que pudiera hacerle daño, y si tenía que demostrárselo entrando en esa habitación, ¿no era mejor hacerlo?
«Lou, Lou, salta sobre mí...»
(La curiosidad mató al gato mi querido redrum, redrum querido la satisfacción lo trajo de vuelta sano y salvo, de pies a cabeza; desde la cabeza a los pies estaba sano y salvo. Él sabía que esas cosas) (son como imágenes que dan miedo, que no pueden hacerte daño, pero oh dios mío) (qué dientes más grandes tienes abuelita y eso es un lobo vestido de BARBAAZUL o un BARBAAZUL vestido de lobo y yo me encuentro) (feliz de que me lo preguntes porque la curiosidad mató al gato y fue la ESPERANZA de la satisfacción la que lo trajo) al pasillo, pisando cautelosamente la alfombra con la retorcida jungla azul. Se detuvo junto al extintor de incendios, volvió a colgar en su sitio la boquilla de bronce, después la golpeó repetidas veces con el dedo y mientras galopaba el corazón, susurró:
—Ven a atacarme. Ven a atacarme, estúpida presumida. ¿No puedes, ver? ¿Eh? No eres más que una vieja manguera de incendios. No puedes hacer más que estarte ahí inmóvil. ¡Vamos, atácame!
Se había sentido ebrio de jactancia, sin que nada sucediera. Después de todo, no era más que una manguera, puro bronce y lona, algo que uno podría hacer pedazos sin que se quejara siquiera, sin que se retorciera en espasmos ni vertiera sobre la alfombra azul una fangosa sangre verde, porque no era más que una manguera, no una nariz ni una rosa, ni botones de cristal ni lazos de satén, no era una serpiente adormecida... y Danny se había apresurado, se había apresurado porque era («tarde, se me hace tarde», dijo el conejo blanco).
El conejo blanco. Sí. Ahora había un conejo blanco allá afuera, junto a la zona infantil, y aunque antes había sido verde ahora estaba blanco, como si algo lo hubiera asustado muchas veces en las ventosas noches de nevada y lo hubiera envejecido...
Danny se sacó del bolsillo la llave maestra y la deslizó en la cerradura.
«Lou, Lou...»
(el conejo blanco se dirigía a un partido de croquet con la Reina Roja un partido donde los mazos eran cigüeñas y las bolas erizos).
Tocó la llave, dejó que los dedos la recorrieran vagamente. Sentía que la cabeza, ardiente, le daba vueltas. Hizo girar la llave y el pasador se corrió.
(CORTADLE LA CABEZA! ¡CORTADLE LA CABEZA! ¡CORTADLE LACABEZA!)
(este juego no es el croquet aunque los mazos son demasiado cortos este juego es)
(¡ZAC-BUM! Directamente a través del aro.) (¡CORTADLE LA CABEEEZ...)
Danny empujó la puerta, que se abrió suavemente, sin el menor ruido.
Se encontró ante una amplia combinación de dormitorio y sala de estar, y aunque la nieve no había llegado hasta esa altura, ya que los ventisqueros más altos todavía estaban unos treinta centímetros por debajo de las ventanas de la segunda planta, la habitación estaba a oscuras porque dos semanas atrás, papito había cerrado todos los postigos que daban al oeste.
Se detuvo en la puerta, tanteó hacia su derecha y encontró las llaves de la luz. En una araña de cristal tallado que pendía del techo, dos bombillas se encendieron. Danny avanzó más hacia dentro, mirando a su alrededor. La alfombra, de un grato color rosado, era mullida y suave, calmante. Una cama doble con el cubrecama blanco. Un escritorio
(a ver si me dices en qué se parece un cuervo a un escritorio) junto a la gran ventana cerrada. Durante la temporada el Escritor Constante
(pasándolo estupendamente, ojalá tuvieras miedo) tendría una bonita vista de las montañas para escribir a los que se habían quedado.
Siguió avanzando. Allí no había nada, nada en absoluto. Únicamente una habitación vacía, donde hacía frío porque hoy era el día en que papá caldeaba el ala este. Un escritorio. Un armario, con la puerta abierta, que dejaba ver un puñado de perchas de hotel, de esas que no se pueden robar.
Una Biblia sobre una mesita. A la izquierda estaba la puerta del cuarto de baño, sobre la cual un espejo de cuerpo entero reflejaba su imagen, con el rostro pálido. La puerta estaba entreabierta y...
Danny vio que su doble hacía un gesto afirmativo, lentamente.
Sí, ahí estaba; lo que fuere, estaba ahí. Ahí dentro. En el cuarto de baño. Su doble avanzó como para escaparse del espejo. Tendió la mano, oprimió la de Danny. Después se apartó, oblicuamente, a medida que la puerta del baño se abría del todo. Danny miró hacia dentro.
Un cuarto alargado, anticuado, que parecía un coche «Pullman». En el suelo, diminutas baldosas hexagonales, blancas. En el extremo opuesto, el inodoro con la tapa levantada. A la derecha, un lavabo y sobre él otro espejo, uno de esos que ocultan detrás un botiquín. A la izquierda, una enorme bañera blanca con patas como garras, con la cortina de la ducha corrida. Danny entró en el cuarto de baño y, como en un sueño, fue hacia la bañera, como si lo moviera algo externo a él, como si todo lo que sucedía fuera uno de los sueños que le traía Tony, como si fuera tal vez a ver algo lindo cuando apartara la cortina de la ducha, algo que papito se hubiera olvidado o que mami hubiera perdido, algo que los

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