Capitulo 65

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jadeando en un grito silencioso. Del cuello magullado por el golpe de la espada al decapitarlas seguía rezumando sangre que se escurría lentamente por los pedestales.
Aterrorizada, la muchacha se daba la vuelta para huir de la habitación y del castillo, pero en la puerta se encontraba con Barbaazul , inmóvil, echando fuego por los ojos. «Te dije que no entraras en esta habitación —decía Barbaazul mientras desenvainaba la espada—. Pero, ¡ay!, tu curiosidad no es menor que la de las otras siete, y aunque te amé más que a todas ellas, tu final será el mismo. ¡Prepárate a morir, desdichada!»
A Danny le parecía vagamente que el cuento tenía un final feliz, pero ese detalle había palidecido hasta hacerse insignificante ante las dos imágenes que lo dominaban todo: la puerta cerrada, acosadora, obsesionante con el secreto que guardaba, y el propio secreto, terrible, repetido más de media docena de veces. La puerta cerrada y tras ella las cabezas, las cabezas cortadas.
Casi furtivamente, su mano se adelantó hasta acariciar el picaporte de la puerta. No tenia idea del tiempo que hacía que estaba allí, hipnotizado ante la puerta gris, cerrada, seductora.
(Y tal vez unas tres veces me pareció que había visto cosas, cosas malas...)
Pero el señor Hallorann —Dick— también había dicho que no creía que esas cosas pudieran hacerle daño. Eran como figuras de un libro que asustaran, nada más. Y tal vez tampoco viera nada. Por otra parte...
Súbitamente, metió la mano izquierda en el bolsillo y la sacó con la llave maestra. Había estado allí todo el tiempo, claro.
La sostuvo por la chapa metálica rectangular donde se leía DESPACHO, impreso a troquel, haciéndola girar con la cadena mientras la veía dar vueltas y más vueltas. Después de unos minutos interrumpió el movimiento y deslizó la llave maestra en la cerradura.
La llave entró sin dificultad alguna, sin tropiezo, como si hubiera estado deseando que la pusieran allí.
(Me pareció que había visto cosas... cosas malas... prométeme que no entrarás allí.)
(Lo prometo.)
Y una promesa, por supuesto, era algo muy importante. Pero aún así la curiosidad le picaba tan furiosamente como una urticaria en un sitio donde uno no debería rascarse. Pero era una curiosidad terrible, esa que lo obliga a uno a espiar por entre los dedos durante las partes más espantosas de una película de terror. Y lo que hubiera detrás de esa puerta no sería una película.
(No creo que esas cosas puedan hacerte daño, son como las imágenes que le dan miedo en un libro...)
Súbitamente retiró la mano izquierda, sin que él mismo supiera lo que iba a hacer hasta que hubo sacado la llave maestra de la cerradura para volver a hundirla en el bolsillo. Durante un momento más se quedó mirando la puerta, muy abiertos los ojos de un gris azulado, y después giró rápidamente y echó a andar por el corredor en dirección del pasillo principal, que atravesaba en ángulo recto el otro en el que estaba.
Algo lo llevó a detenerse, sin que durante un momento supiera bien que. Después recordó que directamente después de doblar la esquina, en el camino de vuelta a las escaleras, había uno de esos anticuados extintores de incendio enrollado en la pared. Enroscado como una serpiente adormecida.
No eran extintores químicos, decía papá, aunque en la cocina sí había varios de esos. Los otros eran los precursores de los modernos sistemas de aspersión. Las largas mangueras de lona se conectaban directamente con el sistema de cañerías del «Overlook», y con sólo dar la vuelta a una válvula, uno podía convertirse en un cuerpo de bomberos unipersonal. Pero papá decía que los extintores químicos, que echaban espuma o CO2 eran mucho mejores. Las sustancias químicas sofocaban el fuego porque le quitaban el oxígeno que necesitaba para arder, mientras que un chorro de agua a presión podía no hacer otra cosa que extender más las llamas. Papito decía que el señor Ullman debería hacer cambiar esas mangueras anticuadas junto con la anticuada caldera, pero que probablemente no haría ninguna de las dos cosas, porque el señor Ullman era un tacaño. Danny sabía que ése era uno de los peores epítetos a los que solía recurrir su padre. Se lo aplicaba a algunos médicos, dentistas y reparadores de aparatos domésticos y también al director del departamento de inglés de Stovington, que no había aceptado algunos pedidos de compra de libros que le presentaba papá porque decía que con eso se saldrían del presupuesto. «Al diablo con el presupuesto», le había comentado furiosamente a Wendy, mientras Danny, a quien se suponía durmiendo, los escuchaba desde su dormitorio. «Lo que quiere es ahorrarse los últimos quinientos dólares para él, ese TACAÑO.»
Danny miró antes de dar la vuelta hacia el pasillo.
Allí estaba el extintor, una manguera plana que se plegaba una docena de veces sobre sí misma, con un tanque rojo colgado de la pared. Encima de él había un hacha en una caja de vidrio, como si fuera una pieza de museo, con palabras pintadas en blanco sobre un fondo rojo: EN CASO DE URGENCIA RÓMPASE EL CRISTAL. Danny sabía leer la palabra URGENCIA, que era también el nombre de uno de sus programas de televisión favoritos, pero de las demás no estaba seguro. De todas maneras, no le gustaba la forma en que estaba usada la palabra, en relación con esa larga manguera plana. URGENCIA quería decir fuego, explosiones, choques de automóviles, hospitales, muertes a veces. Y a él no le gustaba la forma en que esa manguera pendía de la pared, tan flojamente. Cuando estaba solo, siempre pasaba lo más rápido posible junto a esos extintores. Por ninguna razón en particular, simplemente porque se sentía mejor si pasaba rápido. Se sentía más seguro.
Ahora, latiéndole el corazón con fuerza en el pecho, dio la vuelta a la esquina y miró hacia el pasillo que después del extintor llegaba hasta la

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