Capítulo 29

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Mimi

Dolor. Eso sentía. Un dolor que me atravesaba el pecho con violencia. Un dolor que me cortaba en seco la respiración, que me dejaba sin capacidad de razonar y me paralizaba por completo. Un dolor que se pegaba a mí de forma angustiosa como el abrigo que en invierno llega a agobiarte porque al llegar a casa, ya no necesitas más calor. Un poco ese era mi punto, ya no necesitaba más, pero él se aferraba a las costillas de mis grietas, dejándome cada vez más fuera de combate. Cada vez más fuera de mí.

Estuve un buen rato sentada en una de las mesas de picnic de madera que había repartidas por la zona más sombría del patio, debajo de la acotada arboleda que aportaba algo de color al gris pálido que bañaba la zona de recreo. Ahí, bajo la arboleda los alumnos y alumnas solían desayunar, pero también solían refugiarse del peso de la soledad que genera la exclusión. Aquel boscoso lugar era el refugio de los incomprendidos. Y en aquel momento, me había convertido un poco en una de esas niñas que se refugiaban entre los árboles, en la niña que un día fui, y me vi conversando con mi soledad.

Pasé la palma de mis manos por una de las láminas, centrando toda mi atención en la información que mi tacto me transfería. Pese a ser madera maciza, por el color de las láminas y las hendiduras en estas, podía leerse el paso del tiempo y el desgaste que supone estar constantemente expuesto al exterior. De la intemperie nadie sale ileso.

Me sentía algo identificada con aquella mesa de picnic. Podía notar cómo el paso del tiempo me había pasado factura, cómo todas aquellas situaciones de mierda que me había tocado vivir habían hecho mella en mí. Había pasado a vivir a buscar constantemente refugios que me permitieran coger aire en medio de tanta tempestad. Durante ese proceso de desgaste y constante búsqueda de pequeñas bocanadas de aire fresco, había ido perdiendo parte de mi identidad.   

Había perdido tanto desde que abandoné mi Granada natal... Pero sin duda, el punto de inflexión llegó cuando mi camino y el de Mónica se encontraron. A partir de aquel momento, empecé a perder de verdad porque a raíz de toda esa espiral de chantaje, acoso y linchamiento, me empecé a perder a mí misma. Renuncié a mí para sobrevivir.

Pero la conversación que había mantenido con Mónica aquella mañana planteaba un nuevo escenario: renunciar a mí para proteger a una de las personas que más quería. O al menos, ella lo había enfocado así, como si realmente estuviera en una encrucijada en la que solo ella podía salir victoriosa.

En esa reflexión, fui por primera vez consciente del grado de influencia y manipulación que la morena de ojos verdes ejercía sobre mí. Desde que su existencia y la mía se encontraron en el Vetusta, la gran mayoría de las decisiones trascendentales que había tomado, habían sido condicionadas por la situación que se había generado con ella, eran la reacción a sus acciones, eran de huida. Había dejado en un segundo plano mis sueños, mis aspiraciones, mis principios por no revivir aquello, por no despertar de nuevo los monstruos del pasado, por no ponerme en riesgo.

Hasta que llegó Miriam.

Hasta que volví a sentir una mirada cálida y transparente que me hizo creer que vivir de otro modo, era posible. Volví a sentir que mis ideas eran importantes y necesarias, que mi metodología no era un pozo de majaderías inviable que no interesaba a nadie, volví a sentirme respetada y valorada. Incluso, empecé a verme en el reflejo del espejo.

Me planteó un proyecto atrevido y genuino que rompía las líneas metodológicas del centro. Lo hizo con una valentía que resultó contagiosa. Me presentó la posibilidad de rehacerme con una seguridad en si misma envidiable. Dudé, rechacé la oferta y ella, se mantuvo fuerte en su posición. Creía en el cambio y creía desde el trabajo en equipo y el respeto. 

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