Capítulo 30

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Miriam

El claustro se me hizo pesado, largo y repetitivo, carente de todo tipo de sustancia. Toda la reunión giró entorno a la valoración de la fiesta de Halloween, propuestas de mejora que por supuesto ni Ana ni nadie de dirección iban a tener en cuenta. Lo único algo más relevante se lo reservaron, como de costumbre, para el final: las fechas de la primera junta de evaluación.

Ya estábamos a mediados de noviembre y el olor a navidad ya empezaba a inundarlo todo, con lo que eso conlleva: cerrar el trimestre. Realmente para nosotras no se antojaba tan terrorífico como para otras tutoras que resoplaban inquietas. El proyecto, más allá de todo lo que a nivel aprendizajes y sentimiento de pertenencia aportaba, incorporaba de manera natural y orgánica la avaluación, rompiendo ese aura de miedo que normalmente la envuelve. Las alumnas y alumnos conocían qué se esperaba de ellas y ellos, e incluso, ellas mismas se revisaban y autoevaluaban a diario. Cada vez eran más conscientes de su propio proceso de aprendizaje.

Pero ya no solo el alumnado, la familia también era muy consciente y poco a poco estaba empezando a tener un papel más participativo y proactivo en las dinámicas del aula. Nos habíamos dado cuenta del impacto positivo que eso tenía en los niños y niñas. Pero también incluso en las familias. Padres, madres, tíos, tías, abuelos y abuelas se había convertido en habituales en las sesiones. Todas y todos eran partícipes del proyecto. 

Aquellas asperezas que había entre alumnos y familias, a lo largo de esos tres meses se había limado tanto, que prácticamente eran invisibles. Se estaba forjando un sentimiento de unidad que iba más allá. Se estaba forjando algo que creíamos que no saldría más allá de nuestros sueños. Aquel grupo que en setiembre nos vendieron como sin futuro, estaba demostrando que el futuro existe si se cree en él y se pelea. 

Obviamente, había días duros, había días en que alguno brotaba y la dinámica no era tan idílica, había discusiones e incluso días en los que llegábamos derrotadas a nuestras casas, exhaustas del ritmo frenético de aquellos pequeños torbellinos. Porque la escuela, por mucho que te guste, consume y mucho. 

Había días que no entraba tanta luz por la ventana, pero sabía que aquel era mi camino porque se me llenaba el pecho de flores cuando veía cómo Hiba en apenas tres meses había perdido el miedo a leer en voz alta, cómo Aisha había aprendido a pedir ayuda cuando algo no le salía como ella esperaba, cómo Said había pasado de hablar apenas cuatro palabras en castellano a hacer bromas y participar como nadie, cómo estaba aprendiendo a cuidarse los unos a los otros.

Pero sobre todo, cómo le escribían cartas llenas de mensajes bonitos a su compañera que atravesaba una situación especialmente delicada. Una situación que la mantenía alejada de las aulas desde hacía unos días.  

Aquello, lo compensaba todo.

Le llevaríamos esas cartas el viernes ya que algunos alumnos y alumnas se habían empeñado en hacerle dibujos, así que decidimos dar toda la semana de margen. Hablo en plural porque aunque no estaba en la piel de Mimi, cuando la miraba a los ojos, sabía qué había. Cuando miraba a su grupo, tenía la certeza de que el pecho se le llenaba de luz. Se le instalaba un brillo especial en el verde de sus ojos cuando era testigo de todas aquellas circunstancias. Yo estaba orgullosa de ese grupo, pero ella aún más si cabe puesto que pasaba prácticamente todas las horas con ellos y ellas. 

Aunque la reunión se me antojó eterna, lo cierto es que duró menos de lo previsto, puesto que empezó a nevar. Bueno, a decir verdad, llevaba horas nevando, de ahí el grito de Rocío cuando me estaba recalentando la infusión. Ahí empezó a nevar realmente, pero a las cinco y media aquella fina y blanca nieve, empezó a cuajar. Así que se decidió acelerar y finalizar cuanto antes por si la cosa iba a más.

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