Capítulo 38

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Me quedé petrificada cuando vi e identifiqué aquellos rostros. De pronto volví a oír los gritos en la estación, volví a sentir el pulso acelerado y la respiración entrecortada. El abrazo desesperado al subir al tren, el llanto de Lara en mi hombro, el miedo tan grande que sentí cuando llegamos a Madrid. Volví a sentirlo todo cuando mi mirada impactó con las suyas.

Seguía aquel fuego en sus ojos, aquel odio, aquel rencor, aquella intolerancia. 

Tragué saliva con dificultad. Me costaba respirar. 

Mónica. 

Ahí estaba su movimiento. 

Justo en el centro de la diana, como siempre.

Apreté los dientes con resquemor. No habían sido pocas las veces que me había amenazado con eso y justo ahora que parecía que la cosa volvía a encaminarse, llegaba ella de nuevo para recordarme que no iba de farol y ese era su jaque en aquella enrevesada partida de ajedrez que arrastrábamos desde hacía años.

Volví a mirar aquellas dos personas ahora ya identificadas.

Sus rostros no habían cambiado apenas. Carmen seguía luciendo esa media melena perfectamente ondulada en la peluquería. Vestía una de sus blusas vaporosas rojas y unos pantalones ligeramente holgados blancos. Guillermo por su parte seguía con ese pequeño tupé peinado hacia atrás y puntualmente engominado. Como siempre, en camisa -aquella vez azul cielo- y pantalones de pinza -en ese caso, marrón clarito-, a conjunto de unos náuticos del mismo color. 

Recordaba esas caras. Las recordaba amables, haciéndonos bocadillos de chocolate mientras Laura y yo imitábamos las coreografías del último videoclip de las Destiny Child. Pero también recordaba las miradas indiscretas cuando medio pueblo se enteró de mi bisexualidad, los murmullos, la de veces que habían intentado distanciar a sus hijas de mí, los "es que esta niña está así de rebelde por la macarra esa de la hija de Inma" con un desprecio que me hería más por las intenciones que por las palabras en sí.

Recordaba esas caras y el dolor que habían sembrado durante años. La frialdad con la que mandaron a Laura a vete a saber qué internado de terapia de reconversión, la rabia con la que trataban a Lara y el dolor tanto emocional como físico que le infringieron. 

Aquella fue la primera vez que los vi desde que nos marchamos a Madrid. 

—¿Ahora no sabes hablar? —inquirió Carmen con desdén. 

—¿Dónde está nuestro hijo? —preguntó directo Guillermo con los labios apretados acercándose a mí con unos aires envalentonados.

Hijo. Hijo. Hijo.

Esa palabra se repetía en bucle en mi cabeza cada vez con más fuerza y me chirriaba. Salí del enajenamiento de recuerdos con aquella palabra. Reconecté y la rabia me subió por los pies. No iba a achantarme. No más. No iba a seguir huyendo de un par de energúmenos cegados por un dogma absurdo.

—Guillermo, tú no tienes ningún hijo —espeté con rabia. —Tú tienes dos hijas, dos —añadí indicándole el número con mis dedos.

—Yo tengo una hija y un hijo al que tú le comiste la cabeza, desviada —respondió iracundo, acercándose a mí velozmente.

Miriam, que hasta el momento había observado la situación atónita, intervino. Se interpuso entre él y yo, conteniéndolo con los brazos.

—¿Dónde va usted tan nervioso, caballero? —preguntó Miriam apartándolo de mí.

—¿Tú quién coño eres? ¡Suéltame! —protestó Guillermo intentando zafarse del agarre de la gallega.

—Pues quién va a ser, otra desviada de esas como esta infame, si deben estar juntas y todo —comentó Carmen con desprecio. —¡Suelta a mi marido, sucia! —se acercó a Miriam intentando quitarle las manos de su marido.

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