𝐗𝐈.

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Damiano.

Bajo los focos de tonos fríos y azulados, la única silueta que destacaba entre la multitud era la suya. Vestía de rojo, y el pelo se le movía a la par que su cuerpo daba balanceos a un lado y otro. La había visto bailar sola, acompañada de hombres o mujeres que estuvieran cerca. Y sabía que cada uno de sus pasos era exclusivamente para mí. Daba igual lo pegada que estuviera la gente a su cuerpo. Ella siempre lograba encontrarme y clavar sus ojos oscuros en los míos. La odiaba por lo que me estaba haciendo. Diciéndome que había ido a la fiesta sólo para verme. Besándome el cuerpo como si tuviera una mera posibilidad de tenerme. Y claro que la tenía, joder. No tendría que ser así. Había herido a Ethan, trabajaba en el bando contrario, y me había jodido los ingresos de más de un puto mes. Y aún así, ella era todo lo que yo era capaz de mirar. Me daba igual cuántas pastillas hubiera vendido Victoria, o si Ethan había conseguido encontrar cierta comodidad entre la muchedumbre. Me daba igual el dinero que se guardaba Thomas en el bolsillo, o si ya habíamos superado con las entradas lo que habíamos gastado en drogas varias. Sólo me importaba la manera en la que su cuerpo danzaba rítmicamente.

Si las cosas hubieran sido distintas, podría verme perfectamente junto a ella. Asegurándome de que sólo bailaba conmigo. Haciendo que se divirtiese más de lo que lo había hecho en su puta vida. La habría besado, abrazado, follado. Se la habría presentado a los chicos, y tal vez, en algún momento, habría acabado enamorándome de ella como un perro. Pero, en cambio, lejos de esa fantasía, Keila sólo me había regalado la opción de odiarla en cuerpo y alma. Y lo hacía. A pesar de todo, la detestaba. Tanto, que podría dejar que me rompiera la puta boca a besos. Y puede que por eso mismo la odiase más incluso.

Dejar que entrase en la fiesta había sido un error. Pero, en el fondo, yo la quería allí dentro. Cerca de mí, y lejos de Fabrizio. No dejaría que volviese a engañarme. No compraría absolutamente nada. No descubriría precios ni tendría tiempo de obrar ninguna estrategia. ¿Quería verme? Ahí me tenía. ¿Quería disfrutar de la fiesta? Que lo hiciera.

A menudo, pasaba por su lado, entre la gente, y esperaba su reacción. Siempre se paraba a mirarme. Se giraba y se contoneaba justo a mi vista. Y sabía que yo no podría hacer más que mirarla. Me acerqué a la barra y pedí un refresco con hielo. No bebería ni una gota de alcohol en mi propia fiesta, no cuando Keila rondaba mi mirada. Había comenzado a conocerla bien. Era un peligro. Sobria o no. Y yo era un puto inútil que se iba de la lengua en cuanto veía un buen polvo en el horizonte. No caería en su trampa nunca más.

Sin embargo, en cuanto bajé la mirada para darle un trago a mi bebida y volví a buscarla entre la gente; ya no estaba. ¿Adónde coño había ido? Miré hacia adelante, hacia la izquierda, hacia la derecha. Y, cuando quise darme cuenta, el tacto suave y delicado de una mano se posó sobre mi espalda, acariciándola. Di media vuelta, y ahí estaba, justo delante de mí. Era como un sueño.

—¿Qué coño quieres ahora?

No caigas, Damiano. No te atrevas a caer.

Ella no dijo nada. Tan solo se acercó más y más a mi cuerpo, rozándose contra él. Contoneándose. Bailando justo delante de mí. Intentando que yo, de vuelta, la acompañase en sus movimientos. Si creía que iba a bailar con ella, lo llevaba claro. Y, al no ver respuesta por mi parte, tomó mis manos y se las colocó directamente en la espalda baja. Fui tan gilipollas que no quise apartarlas después. Las dejé ahí, disfrutando de aquel mínimo tacto.

—Qué. Coño. Quieres.

—Bailar. ¿Tú no?

No caigas, Damiano.

No bailé con ella. Incluso cuando dio media vuelta, pegando el culo directamente contra mi entrepierna. Las manos que estaban antes en su espalda, ahora rodeaban su cintura. Dejé que se rozase contra mí. Dejé que hiciera todo lo que desease. Era un puto gilipollas.

Y, en algún momento, acabé pegándome mejor a ella, dejando que mi cuerpo se balancease tras el suyo, sin un sólo milímetro de separación. Keila alzó las manos, acariciándome la nuca, el pelo, en silencio. Sólo estábamos nosotros, y aquella música de mierda.

—¿Qué intentas? —quise saber.

—Cállate.

Se apretó más, y pude sentir cómo mi cuerpo respondía ante sus putos estímulos. Lo hacía a propósito. Había estado calentándome toda la noche y ya tenía lo que quería. Ya me tenía. Yo no me quejé. Incluso apreté más mi agarre.

Keila continuó bailando, y yo acerqué la boca a su oído.

—Si crees que con esto voy a perdonarte la vida, lo llevas claro.

Ella rió con suavidad, negando.

—Tú nunca vas a ser capaz de matarme. Porque, en el fondo, también querías verme esta noche.

No mentía. Y yo no le daría la satisfacción de admitirlo.

Claro que quería verla. Joder. No sabía exactamente para qué, pues aún no había averiguado qué tiraba más de mí; si mi odio o aquella confusa atracción que sentía por ella.

—Entonces tampoco creas que vas a salir de aquí para follar conmigo —añadí.

Keila dio media vuelta, colando las rodillas entre mis piernas para apretarse, de alguna manera, a mí. Los pantalones habían empezado a hacerme daño, y ambos sabíamos que no había forma de disimular lo dura que era capaz de ponérmela. ¿Diría algo al respecto? Ni una sola palabra. Prefería machacármela en casa que darle una sola satisfacción más a la brasileña.

—Todavía.

Y, sin mediar palabra, simplemente se apartó de mí, volviendo a mezclarse entre la gente y desapareciendo de mi campo de visión. Me quedé de pie, intentando conectar toda la información que había recibido durante aquellos minutos de baile, y necesité ir directo al baño para recolocarme la polla bajo los pantalones.

Iba a odiarla toda mi puta vida. Lo tenía claro.

Al salir del cuarto de baño, Victoria se acercó directamente. Me tomó por la mandíbula, y me plantó un beso en la mejilla.

—¿Qué pasa?

—Hemos doblado el dinero de la puta droga. Y todavía no hemos terminado de venderla.

La tomé por la cintura, alzándola en el aire y dando una vuelta, y ella soltó una amplia y sonora carcajada. Nadie se fijó en nosotros, aunque esperé que Keila sí.

Quería que supiera que habíamos vuelto a ganar.

—Sigue vendiendo, ¿vale?

Ella asintió, sonriente, y volvió a corretear por la pista.

Habíamos doblado el dinero que habíamos gastado en adquirir la bebida y la droga. Y todavía teníamos mucho por ganar aquella noche, que aún estaba comenzando. De nuevo, les habíamos dado una buena patada en el culo a los gilipollas de Teppisti. A Fabrizio, y también a Keila.

No volví a verla durante las siguientes horas. No estaba en la pista de baile, ni en los baños, ni siquiera en la cola de la barra. Se había largado. Me había encandilado, y después se había ido. Aunque bien era cierto que había sido yo quien le había negado el contacto.

Eres un puto gilipollas.

Aún faltaban horas para que la fiesta terminase, pero Victoria y Thomas sabían muy bien lo que hacían, así que pude tomarme la libertad de largarme al apartamento y guardar el dinero que habíamos recaudado de momento. Debajo del suelo, tal y como lo hacía Ethan cada día. Siempre perfectamente escondido. Pasé allí menos de media hora. Fumando, pensando en Keila. Pensando en todo el dinero que estábamos consiguiendo y en cómo eso iba a joderle más que ninguna otra cosa.

Jaque mate, capulla.

Para cuando volví a bajar las escaleras y abrí la mugrosa puerta del portal, mis secretas plegarias parecieron ser escuchadas, y Keila reposaba la espalda contra la pared contigua. La miré, en completo silencio. ¿Cómo coño había descubierto dónde estaba el apartamento?

Bueno, tampoco era tan difícil. Podía haberle preguntado a cualquier yonqui que viniera a comprar.

—Pensaba que te habías largado.

Ella sonrió, torciendo la cabeza para poder verme bien. Seguía con la ropa de la fiesta. ¿Qué había estado haciendo esas horas?

—No me iría sin despedirme primero.   

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora