𝐗𝐗𝐗.

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Keila.

Nerviosa. Así es cómo me catalogaría todo el mundo que me hubiese conocido después del incidente de Fabrizio. Una chica nerviosa, a la que realmente se le han cruzado los putos cables. Damiano era el primero que intentaba tranquilizar esos nervios tan latentes que me veía sufrir.

Pero si hubiera tenido que referirme a mí misma con una palabra, hubiese sido sin ninguna duda ansiosa. Soñaba entre las sábanas, soñaba despierta; soñaba con el día en el que Fabrizio cayese por fín. No estaba loca. No se me habían cruzado los cables. Me había vuelto una enferma de la sangre de ese cabrón. La quería ver pintando el suelo, las paredes. Mis manos. Quería manchármelas con su muerte. Todos sabían que, llegado el momento, sería yo quien pusiera fin a Fabrizio. No porque hubiese sido su novia, ni mierdas de eso; sino porque todo el daño que me había hecho se lo iba a devolver.

De vez en cuando solía perderme en mis propios pensamientos. Ideaba planes y formas en las que ver muerto a Fabrizio. Sentada en el sofá, o con los ojos fijos en las páginas de un libro. A lo mejor sí que me había obsesionado, pero no me consideraría una persona violenta. Sólo... Rencorosa. Vengativa.

Damiano solía darse cuenta, y con cuidado me sacaba de esos pensamientos y me devolvía a la realidad. No habíamos estado demasiado unidos aquellas últimas semanas. Follábamos por las noches, aunque tampoco le dábamos mucha importancia al sexo. No con lo que se nos venía encima. Sin embargo, siempre solía ser un alivio ver aquel rostro tan reconfortante colarse entre mis piernas. A lo mejor estaba loca; pero sólo por él.

—Hoy estás preciosa... —murmuró un día que estábamos en el sofá. No había nadie en casa. Se había arrodillado delante mía, y me llenaba los muslos de besos.

Me encantaba examinar a fondo el rostro de Damiano. Tenía unas facciones preciosas, definidas. Sus pómulos eran una maravilla, una puta obra de arte. Tenía el arco de cupido más bonito que yo hubiese visto jamás. Deslizaba los dedos entre sus mechones oscuros, besándole aquel extraño nacimiento del pelo, bajando por su aguileña nariz hasta encontrarme con sus labios. Suaves, siempre suaves... Emanando olor a tabaco, vainilla y el aroma de su propia saliva.

—¿Sí? Pues hará... Dos días que no me ducho —sonreí, abriendo las piernas para él. Sólo para él.

A su lado se me olvidaba cualquier preocupación que pudiera llegar a tener. Era como una medicina. En un principio había sido como una droga, de esas psicotrópicas que te mantienen despierto hasta el amanecer. Y ahora era una vacuna que me protegía. Era mi salvador. Mi vida, el principio y el fin del todo. Era mi Damiano...

Recuerdo el tacto de sus labios contra mi piel, que peligrosamente se acercaba a su destino final. No dejaba de sonreír, el italiano, encantado ante mis suspiros. Le gustaba verme disfrutar, y eso era algo único. Tomó mi ropa interior con los dientes, tirando de ella. Mataría a cualquiera que entrase por la puerta, pensé. Y lo hubiese hecho.

Mis dedos se enredaron en su pelo, y me dio placer sólo como él sabe hasta hacerme reventar contra su boca. Yo le devolví el placer después, con mi boca contra su entrepierna y sus gemidos inundando el vacío salón.

A veces fantaseaba con vivir a solas con Damiano. No porque no disfrutase de la compañía de los chicos, sino más bien por falta de privacidad. Aunque tampoco nos había importado eso nunca. Follábamos habiendo gente, estando solos, en bares, en restaurantes... Me metía mano paseando por la calle, a solas en las plazas. Siempre conseguía que me corriese. Siempre.

Pero las cosas se habían oxidado un poco. El ansia conseguía descomponerme desde dentro hacia fuera. Y, por mucho que me doliese, Damiano no podía hacer nada. Estaba a mi lado, y yo lo agradecía más que nada en el mundo. Pero tenía un puto propósito en mente que nadie iba a ser capaz de calmar: Fabrizio bajo tierra.

Sugerí, unos días después del recibimiento de aquella invitación, que fuésemos a comprar las máscaras. No me hicieron caso. Es demasiado pronto, Keila. Demasiado pronto. Demasiado pronto...

Después de todo lo sucedido, me dediqué a practicar con la pistola. A diario, casi a todas horas. Damiano venía a verme, aunque no decía nada. Sabía que me cabrearía, pues todavía me temblaban las manos y no era capaz de darle ni a un puto maniquí. Acababa yéndose, tal vez harto de mí, o harto de esperar a que me cansase y volviera con él. Me dolía el pecho cada vez que estábamos solos y no éramos capaces de dedicarnos una sola palabra. Pero es lo que hace la venganza. Nos pudre a todos. Y yo, inconscientemente, estaba dejando que me matara.

Volvía a casa al cabo de unas horas, me metía en la cama y no le decía nada a absolutamente nadie. Thomas se quedaba jugando a la Play, Victoria bebía cerveza con Damiano, Ethan leía y yo lloraba hasta quedarme dormida.

No sentía pena, no era eso. De verdad que no. Era impotencia. De estar perdiéndome, de estar perdiendo a la gente que más me quería. Ya ni siquiera recordaba cómo era la Keila que conoció a Damiano. La Keila que bailó en aquella fiesta donde las cosas cambiaron totalmente de rumbo. Aunque no me hacía falta rebobinar tanto; no me reconocía a mí misma mirándome al espejo. Estaba más delgada. Tenía unas ojeras horribles. Me había mordido tanto los labios que en ellos sólo se dibujaban tiras de sangre seca.

¿Quién eres, Keila?

Perdóname, Damiano.

Perdóname, Ethan.

Perdóname, Thomas.

Perdóname, Victoria.

Damiano volvió a la cama conmigo aquella noche. Iba algo bebido, pero no le juzgaba. Nunca lo haría. Me rodeó con los brazos y, entonces, me pareció escucharle llorar.

—Damiano...

—Perdóname. Perdóname, hago todo lo que puedo. Hago todo lo que puedo —sollozaba, escondiendo el rostro contra mi espalda—. Me moriría si te pasase algo, Keila. Me mataría. ¿No entiendes que tenemos que estar listos, hm? Tiene que salir todo bien, cazzo. No me odies... Por favor.

Me mantuve en silencio, pero los sollozos me delataron. Era una egoísta por pensar en meterles prisa. Por torturar de esta forma a Damiano. Me di la vuelta, alzándole la cabeza para conseguir que me mirase. Cuando me acerqué a su boca ésta sabía a sal. A pena, a desgarro. Él me curaría y yo haría lo mismo.

—No te odio... —murmuró, colmándole de sentidos besos—. Nunca podría odiarte, Damiano... Nunca...

—¿Entonces por qué siento que lo haces?

Tragué saliva, negando. Mis manos se convirtieron en una cuna para su rostro, que parecía haber caído en combate. Tenía la nariz enrojecida, al igual que las mejillas. Se me partía el alma al verle así.

—Sólo quiero acabar con todo esto. Necesito acabarlo. Lo-Lo sabes.

No contestó, sino que se abrazó a mí. Apoyó la cabeza en mi pecho, donde el corazón me latía apenado. Besé su pelo, sin dejar de acariciarle, de quererle.

—Dime que lo sabes.

—Déjame quererte. Déjame protegerte. Déjame hacer las cosas bien; o todo esto habrá sido en vano.

Le dejé quererme. Se coló entre mis piernas, y juré que aquello se había acabado. No sería una carga para ellos. Era una más de la banda. No era Keila, la ex de Fabrizio; ni Keila, la ex-líder de Teppisti. Era Keila; una más de la banda que lideraría todas las putas calles de Roma... Alte Vette.

Déjame quererte...

Quiéreme, Damiano.

Déjame protegerte...

Soy tuya. Soy tuya, sólo tuya...

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora