𝐗𝐗𝐈𝐕.

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Keila.


—No digas eso —me había dicho Damiano, que me miraba desde uno de los rincones del local. Habíamos salido únicamente por mi insistencia; quería volver a practicar. A volver a ser la misma Keila que era antes—. Mejorarás.

Soy una inútil, joder, ¡soy una inútil! Esas habían sido mis palabras. Sostenía una pistola, con ambas manos, y no dejaba de temblar. No era capaz de apuntar. Ese hijo de puta de Fabrizio me había jodido los nervios.

Traté de fijarme en los muñecos de madera que se organizaban de manera estratégica por el solar. Estaban magullados, como panales de abejas que se habían ido formando con cada balazo certero. Las zonas más dañadas eran las claves: la cabeza, el corazón, la axila y los muslos. Cualquier balazo en esa zona sería mortal.

Volví a apuntar, y el retroceso del arma me hizo daño en los brazos. No di ni una sola vez. Ni una. Debíamos de llevar horas ahí cuando Damiano se acercó a mí para apartar suavemente la pistola de mis manos. Me observó, tomándome por la nuca para brindarme paz. Me apoyaba él más que nadie.

—No te fuerces, mi amor. —murmuró, besándome el pómulo. Lo tenía enrojecido de la impotencia. Incluso los ojos me habían empezado a humedecer.

—No quiero ser una inútil —repetí, agachando la cabeza para no dejar ver la debilidad de mi ceño—, no quiero ser una carga.

—Eh, no digas tonterías, ¿vale? No eres ninguna puta carga, cielo. Mírame —me hizo mirarle, alzándome el rostro por el mentón—, no. Lo. Eres.

—Si Fabrizio no está muerto. Si no lo está, yo... Quiero ser capaz de meterle un puto balazo entre ceja y ceja. Dios, quiero dejarlo como un puto colador. ¿Sabes? Yo tengo esa responsabilidad. Nadie puede quitarme eso.

Me miró entonces, como si tratase de ocultarme algo. Aunque acabó sonriendo, y las dudas se me disiparon.

—Lo harás, pequeña. Harás lo que quieras con él si ese cabrón decide aparecer.

Y le creí.

No volví a coger el arma, pues Damiano ya me tenía bien agarrada de la cintura para cuando me quise dar cuenta. Me subió a su cuerpo, pegándome contra una de las paredes del solar. Su boca contra la mía era como una puta adicción. Sabía dónde tocarme, cómo hacerlo. Todo para que yo disfrutase y no sufriera por los persistentes hematomas que todavía estaban presentes en mi cuerpo. De vez en cuando notaba cómo me acariciaba las cicatrices del rostro, que ya habían sanado, y sabía que se sentía mal al respecto.

Sabía que nunca se perdonaría lo que Fabrizio llegó a hacerme aquella noche.

Mis manos desabrochaban la camisa ajena, y las manos del italiano me recorrían los muslos bajo el vestido. Le mordí el labio inferior, tirando de éste para volver a su boca una vez más.

La realidad era que follábamos en todas partes. Siempre había hueco para un buen revolcón, una buena mamada o para que él metiera su cabeza entre mis piernas y me hiciese gemir para su disfrute. Sabía que estábamos hechos el uno para el otro. Pero también sabía que algo le rondaba la cabeza, y no sabía averiguar el qué.

Cuando volvimos a casa -nuestra casa-, los chicos estaban a lo suyo. Thomas con el ordenador, tecleando sin parar. Victoria llevaba un cigarrillo colgado de los labios mientras limpiaba las armas y Ethan leía tranquilamente en el sofá. Todos levantaron la mirada para saludarme, inclusive Ethan. Poco a poco había conseguido recuperar su confianza e incluso, de vez en cuando, charlábamos en el balcón cuando todo el mundo dormía.

Nos limitábamos a fumar, a bebernos una copa de vino. Una vez me abracé a su cuerpo, y él me dejó.

Con Thomas era distinto; nos pasábamos todo el tiempo que teníamos juntos jugando a la play en el salón, o subiendo a la terraza para escupir a los transeúntes desde arriba. Eso era algo así como un ritual de iniciación para ser su amiga. Y, según él, lo había superado con creces.

Victoria me había demostrado que, debajo de esa fachada de tía dura, seguía habiendo una tía dura; pero un poquito menos. Era explosiva. Casi volátil. Y le encantaba meterme en su cuarto para enseñarme las armas que tenía, las joyas que se había comprado y para, sobre todo lo demás, hablar mierda de otros negocios de droga.

—El otro día le metí una puñalada a un gilipollas que intentó meterme mano.

—Eres una chunga.

Pero con la persona con la que más tiempo pasaba era Damiano, aunque últimamente no se le viera el pelo a ninguno por casa.

Me daba igual tener que esperar, a pesar de sentirme ciertamente impotente. Les hacía la comida, limpiaba cada uno de sus cuartos con total confianza. Lo dejaba todo perfecto. Como si fuera su chacha. Bueno, no, como si fuera su madre. O algo así. Era lo único que me divertía, bailotear por el salón, hacer un pase de modelos con la ropa de Victoria. Jugar a la play de Thomas, leer algún libro de Ethan. Y fumarme los restos de cigarrillos que Damiano iba dejando por cada cenicero de la casa.

—Tienes que relajarte un poco —me dijo en una ocasión el italiano, rodeándome la cintura mientras mirábamos desde el balcón la extensa ciudad de Roma—. Siempre que venimos está todo como los putos chorros del oro. Date un descanso, piccina.

E intenté hacerlo. Intenté descansar, quedándome tirada en el sofá. Haciendo cualquier otra cosa que no fuera recoger unas bragas o unos calzoncillos de cualquier rincón de la casa. Acabé fallándome a mí misma, y a Damiano. Que llegó a casa para encontrarse con un olor fuerte a incienso y con una Keila recién duchada.

—He pensado que podríamos salir —dije entonces, acercándome con cuidado a él. Los demás nos dejaron solos, y yo tuve la oportunidad de colar el muslo entre sus piernas.

—O... Montarnos una fiesta de puta madre aquí los cinco.

—Venga, Dami. Hace mucho que no salimos.

—Prefiero salir cuando estés mejor —dio por zanjada la propuesta, aunque notó en mi semblante que no me hacía gracia.

Sólo quería salir de allí. Me hubiera dado igual hacerlo cojeando, o en una puta silla de ruedas.

—¿Tú sabes el tiempo que llevo aquí metida, eh?

—¿Tú sabes que casi te pierdo, Keila? —se me acercó, y vi en sus ojos que lo último que quería era discutir. Y yo no me alejé—. Cuando estés mejor, te juro que compro dos putos billetes y nos vamos a Las Vegas tú y yo, solos. ¿Hm? Y nos ponemos hasta el culo, y que nos case Elvis —me sacó una sonrisa, que se ensanchó al verle a él sonreír también.

—Mira que eres capullo.

—Yo me casaría contigo.

—Anda, calla. Calla —suspiré, abrazándome a su cuerpo. Siempre era capaz de hacerme eso; sobre todo las últimas semanas que llevaba allí.

Me prometía que cuando mejorase, nos iríamos lejos. Me prometía lujos, y alcohol, y diversión. Pero ese momento nunca parecía llegar. Y, joder, yo me encontraba bien. Apenas necesitaba sentarme para coger aire, aunque no pudiera sostener una pistola en línea recta. Estaba en perfectas condiciones para salir a tomar una puta copa.

—Damia-... —y ahí estaba, interrumpiéndome.

—Te he comprado una cosa, que se me olvidaba.

—¿A mí? ¿En serio?

—Mhm. Vamos al cuarto, y te la enseño.

Volví a caer. Otra vez. ¿Quién coño se resistiría a Damiano?

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora