Damiano.
Mi madre me leyó el mito de Ícaro por primera vez cuando tenía cuatro años. Prácticamente no lo recuerdo ya narrado por su voz, pero siempre me ha gustado imaginar que, cada vez que lo he releído en mi vida; ha sido mediante ella. No sabría explicar por qué en algún momento de mi vida decidí identificarme con una historieta fantástica y, evidentemente, poco realista. Ícaro había volado tan cerca del sol, que había caído en picado al mar hasta ahogarse. A pesar de las advertencias de todos aquellos que le rodeaban. Yo aún no había comenzado a descender; pero siempre había sabido que el ascenso terminaría pasando factura en algún momento de mi vida.
Aquella noche me sentía más cerca del sol que nunca. Lo único que estaba por ver era si mis alas se derretirían y caería al abismo; o si lograría continuar con mi vuelo y liderar por fin la ciudad.
Uno de los camareros se acercó a mí, sujetando una bandeja llena de copas de champán. Le quité peso cogiendo dos de ellas, y me dediqué a inspeccionar la estancia. Podía vislumbrar a Thomas y Victoria, que habían acordado no separarse. En algún otro lugar debían de estar Ethan y Keila, aunque por el momento no entraron en mi campo visual. Le di un buen trago a una de las copas, y continué caminando. Más de una chica se acercó para tratar de bailar conmigo, pero las rechacé a todas con la misma educación. No era momento de bailar y pasarlo bien. Habíamos conseguido entrar en aquella puta mansión para cargarnos a Fabrizio, y nada iba a distraernos de nuestra misión. Además, estaba seguro de que ninguna de ellas sería capaz de bailar como Keila.
La busqué una vez más entre el gentío, sin éxito alguno. Volví a ver a Victoria, volví a ver a Thomas, y para cuando me crucé por fin con Ethan, le agarré de la manga de la chaqueta para hacerle frenar. Se suponía que no debían separarse; y allí estaba él. Solo.
—¿Dónde está Keila?
—No lo sé, la estoy buscando —respondió él.
Miré a mi alrededor, una y otra vez. No había ni rastro de ella. Y entonces supe que algo estaba pasando. Keila no podía haberse marchado a ninguna parte. ¿La habrían cogido? ¿O se había perdido ella misma, guiada por la venganza, y buscaba sola a Fabrizio? Me daba igual cuál fuera la excusa. Tenía que encontrarla deprisa. Antes de que él lo hiciera; si no era demasiado tarde.
—Dile a los demás que la busquen también —ordené a Ethan, que pronto asintió con la cabeza y correteó hasta Victoria y Thomas para transmitirles el mensaje.
No sé cuántos minutos estuve recorriendo el puto salón de aquella casa. No estaba en ninguna parte. Ni en la pista de baile, ni junto a las bebidas y comidas, ni en el cuarto de baño. Se había esfumado por completo y mis nervios aumentaban por segundos.
Entonces pude percatarme de algo; uno de los hombres de Fabrizio, o eso suponía, hablaba con otro. Ambos vestían el mismo traje negro, típico de un guardaespaldas de pacotilla. Fui incapaz de escuchar lo que decían, pero en cuanto uno de ellos comenzó a caminar lejos, decidí seguirle por los pasillos de la mansión. Lo hice a hurtadillas, tratando de no hacer ruido, de no ser visto.
Y, hasta que llegué a la sala donde me condujo, no me di cuenta de dónde estaba realmente.
El cuerpo de Fabrizio, rígido, alto y delgado, se disponía frente a una amplia ventana que dejaba unas preciosas vistas a la ciudad. Estaba de espaldas a mí, pero sabía perfectamente que yo me encontraba allí mismo.
—Es un honor conocerte por fin, Damiano. Al menos, en unos términos normales.
Se me revolvieron las tripas tan sólo de escuchar su voz. Putrefacta, rota. A punto de ser destrozada, si no me decía dónde coño había ido a parar mi novia.
—Lástima que no pueda decir lo mismo.
Fabrizio se giró para mirarme por fin. Aún tenía alguna que otra marca en la cara, y una cicatriz en la frente que no se le quitaría en la vida. Sabía que íbamos a matarlo; pero de no haberlo conseguido, al menos me gustaba saber que siempre llevaría un recuerdo mío grabado a fuego.
—¿Dónde está Keila? —me atreví a preguntar, antes siquiera de dejar que continuase hablando. Me importaba una mierda lo que tuviera que decir. No quería debatir, no quería hablar. Sólo recuperar a Keila y sujetarle los brazos a ese cabrón para que ella pudiera matarlo.
—¿Estás seguro de que esa es la pregunta correcta? —ni siquiera entendí a qué se refería—. ¿Alguna vez te has parado a pensar en... "Quién es Keila"? Te aseguro que es una pregunta mucho más fácil de responder.
Le recordé en aquella misma casa, meses atrás. Golpeándola hasta casi matarla. Yo sabía quién era Keila. Y ese placer nunca iba a tenerlo él. Puede que la hubiese tenido a su lado durante años, pero ella nunca le había pertenecido. Ni siquiera a mí.
—Responde a la puta pregunta, si no quieres que te vuele la puta cabeza.
—¿Con la pistola que llevas en el tobillo? No te preocupes, mis chicos se han encargado de quitártela. Igual que el cuchillo que también llevas ahí.
El mundo se me congeló por un segundo. Me agaché, agarrando mi tobillo con la mano, el zapato después. Estaban vacíos.
No podía ser. No podía haber averiguado dónde guardábamos las armas sin ningún tipo de ayuda. Habíamos sido precavidos. Habíamos guardado perfectamente cada detalle. Nadie más que nosotros sabía algo así.
Nadie más que nosotros.
—¡Responde! ¡¿Dónde está Keila?!
Fabrizio no necesitó responder a la pregunta, pues una voz femenina y perfectamente conocida lo hizo por él. Pude escucharla justo detrás de mí, a unos pocos pasos.
—Estoy aquí.
Un torrente de alivio recorrió todo mi cuerpo, y deseé girarme para estrecharla entre mis brazos y asegurarle lo mucho que me había preocupado. Sin embargo, el siguiente gesto hizo que todo mi mundo se derrumbase. Poco a poco, hasta quedar hecho polvo.
Sentí el cañón del arma contra mi espalda y pude notar cómo todo mi cuerpo se tensaba al segundo. No me moví. No daría ni un solo paso en falso, a sabiendas de que, si realmente Keila quería dispararme allí mismo; tendría todas las de ganar.
Pensé en ella. En si aquello no era más que una farsa o si había vivido todos aquellos meses engañado. Manipulado como una puta marioneta. Pero no podía ser. Era imposible.
—Vamos, dispara —me atreví a murmurar entonces. Lo haría, si era lo que deseaba.
No hubo respuesta.
—¡Dispara de una puta vez si te atreves! ¡Mátame!
Apretó el arma contra mí, y suspiré. No dispararía. Sabía que, fuera lo que fuese lo que estaba haciendo; no era yo la víctima. Aquella bala no entraría en mi cuerpo. Ni siquiera ella quería que así fuera. Pero, entonces, ¿qué coño estaba pasando? ¿Quería ganarse de nuevo la confianza de Fabrizio? ¿Quería tenderle una trampa? ¿O verdaderamente iba a acabar con la carga que yo mismo le había supuesto para volver a su antigua vida?
Deseé que aquello no fuera verdad.
—¡Dispárame!
—¡Cállate!
Comencé a darme la vuelta. Fui despacio, intentando no dar ningún paso en falso. Y, tras aquellos segundos de movimiento e incertidumbre; pude por fin verle la cara. No era más que Keila, mi Keila. Asustada, aunque decidida. Nerviosa, aunque segura.
—¡No te muevas!
La miré con total calma. Quise abrazarla, cubrirla de besos, pero aquello sólo habría sido mi condena. Quería a Keila. La quería con todas mis fuerzas. Podría haber matado a cien inocentes si así la salvase a ella. Nada me importaba más. Y, por eso mismo, supe en aquel instante que, si yo debía morir para que ella lograse su libertad; entonces así tendría que ser.
—Dispárame.
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𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.
Fanfiction𝙋𝙍𝙄𝙈𝙀𝙍 𝙇𝙄𝘽𝙍𝙊 𝘿𝙀 𝙇𝘼 𝙎𝘼𝙂𝘼 𝘼𝙇𝙏𝙀 𝙑𝙀𝙏𝙏𝙀. ¿Qué sucede cuando le arrebatas a los reyes del barrio su liderazgo? Con la llegada de Alte Vette a la gran Roma, la ciudad eterna, las normas que regían sobre el suelo de Esquilino se...