𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈.

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Keila.

Estaba perdiendo mucho dinero. Las ganancias no hacían más que decaer, e iba cuesta abajo sin ningún tipo de salvavidas. Me había centrado tanto en Damiano, en nosotros, que había olvidado completamente mi puto trabajo.

Ahora me veía completamente hundida en él, deteriorando mi relación con mi propia banda cada vez más.

Supuse que Fabrizio se había dado cuenta de que algo me pasaba, ya que no dejó de insistir en hacer un viaje para despejarnos de toda esa mierda. Era un imbécil. Yo de lo único que quería despejarme era de él.

Hablaba con Damiano, día y noche. Nos reuníamos en los escondites más recónditos de Roma, llenándonos de besos. De lujuria, y seguridad.

Sabía que me estaba enamorando de él, pues aquel cosquilleo que me recorría la nuca cada vez que nos veíamos era algo totalmente nuevo para mí. No eran mariposas, ni mierdas de esas. Era una calma total, una comodidad eterna de esas que necesitas que duren para siempre. Con Fabrizio sí que sentía esas mariposas, pero no como se ha romantizado a lo largo de los años. Era ansiedad. Miedo. Incomodidad, no una señal de que me gustase su compañía.

Me repelía la idea del amor convencional. ¿Qué era entonces lo que nos estaba pasando a Damiano y a mí? Habíamos coincidido dos personas fuertes, ambiciosas. Pero sabíamos cómo y cuándo tratarnos bien. Éramos capaces de salir solos de copas toda la puta noche sin cansarnos el uno del otro.

De lo que me dí cuenta también era de que el silencio era fácil a su lado. No teníamos que charlar y reír todo el tiempo. A veces pensábamos en nuestras cosas, el uno al lado del otro. O contemplábamos las estrellas que yacían sobre nuestra ciudad eterna.

Era gracioso cómo cuando, con su llegada, me había apropiado de Esquilino y de Roma como algo mío. Ahora no me molestaba compartir aquellas cosas con él.

—Esa estrella se parece a ti —murmuré entonces, con la cabeza pegada a su pecho. Señalé el firmamento.

—¿Cuál de todas?

—Venus. Lucero del alba. Siempre está al lado de la luna, ¿la ves? —expliqué, mirándole entonces— Yo puedo ser tu puta luna.

—Qué cursi eres, joder.

Reímos toda la noche. Mi estrella. Joder, ¿si estábamos tan bien, por qué tenía aquella sensación de malestar haciéndose dueña de mi estómago?

El dinero, el dinero... El puto dinero.

La última vez que nos vimos antes de que las cosas cambiaran fue en las afueras del Circo Massimo, dados de la mano y en silencio. Me dolía la cabeza de tanto pensar.

—Estoy perdiendo dinero —me limité a murmurar, sin mirarle siquiera.

Él me apretó la mano, y por un momento pensé que me soltaría. No lo hizo.

—No entiendo por qué sigues haciéndote eso, Keila. Te lo estoy ofreciendo todo.

—Sabes tan bien como yo que no es tan fácil, joder.

—No es tan fácil porque eres una puta orgullosa —soltó entonces.

Sentí una punzada en el estómago, a sabiendas de que en gran parte tenía razón. El mentón me tembló.

—¿Tú abandonarías todo tu trabajo, hm? Todo lo que es esa banda, lo es gracias a mí. A mi puto sudor. A mis putas horas sin dormir, a todos los conflictos.

—Lo abandonaría si supiera que mi sitio está contigo.

—Eso no es cierto.

Me soltó la mano, notando una distancia de millones de kilómetros entre nosotros. ¿Qué coño estábamos haciendo? Nos habíamos creído que aquello iba a poder funcionar así de fácil. Como si nuestras vidas fuesen corrientes.

Frené entonces, mirándole con un nudo en la garganta.

—Si me voy contigo, Fabrizio irá a por ti. Y cuando acabe contigo, irá a por mí.

—Pues que venga. Yo no le tengo ningún puto miedo. ¿Qué es él sin ti, Keila? No es una puta mierda.

—¡Tiene contactos!

—¡Pues que mande a toda puta Italia a por nosotros! ¡Que tenga cojones!

Se me acercó, cogiéndome por la nuca. Obligándome a mirarlo. Sentí su respiración cerca de mi boca.

—Le daría sepultura a ese cabrón, y a todos sus monos, por mantenerte a ti a salvo. ¿O es que no lo entiendes?

—Tengo miedo —murmuré entonces, y dejé que mis emociones saliesen a borbotones, empapándome las mejillas de lágrimas.

—¿De qué, Keila?

—De perderte.

Me dejó cerca de casa, despidiéndose con un suave beso en los labios. Creí entonces que sería el último.

No volvería a verlo, si eso nos perjudicaba así. Se nos había ido de las manos. ¿Sería capaz de darle de lado? No. Por supuesto que no.

Pero en un principio lo intenté. Dejamos de vernos tan a menudo, a sabiendas de que la culpa acabaría consumiéndome. Poco a poco bajé el precio de la coca a demanda de Fabrizio, que había empezado a tomar cartas en el asunto al notar mi ausencia. También empezó a mantenerme más controlada.

Una vez que salí para ver a Damiano por primera vez en una semana, me di cuenta de que tres hombres me seguían. Eran los secuaces más valorados por Fabrizio. Pasé justo por al lado del bar donde nos veíamos. Él me miró desde dentro, y yo negué con suavidad. Sabía de sobra que de haber salido, las cosas no habrían acabado bien.

No recuerdo cómo conseguí escaquearme una de las noches que Fabrizio había salido a beber y llegaba como una puta cuba a casa. Fui directa al apartamiento de Damiano, esperando que estuviese allí.

—Has bajado los putos precios —se limitó a decir, sin acercarse a mí.

—Ha sido cosa de él.

—Pero él eres tú también, ¿no, Keila? Me estoy cansando ya de esta puta mierda.

—Damiano...

—O ellos, o yo. No voy a dejar que juegues a dos bandas.

Le abofeteé la mejilla, ciertamente ofendida. ¿Jugar? ¿Eso se pensaba que estaba haciendo con él?

Me miró como si acabase de perder toda esperanza en mí. Y, en cierta forma, seguramente fuese ello lo que se le estaría pasando por la cabeza en aquel momento.

Intenté acercarme a él, buscando al Damiano con el que había contemplado las estrellas y que me había sacado a cenar innumerables veces.

Pero él se apartó de mi tacto.

—Vete.

—No —murmuré, negando—, no. Lo siento. Damiano.

—¡No voy a dejar que me hagas esto, Keila!

—¡Hacer el qué!

—¡Romperme el corazón!

Noté un atisbo de humedad en sus ojos. Nunca le había visto así. Estaba enfadado; pero era la impotencia lo que le hacía rabiar.

Y comprendí entonces que nuestro destino estaba unido.

—Soy tuya —dije entonces, y dejó que me acercase a él— soy tuya. Mírame.

—Keila...

—Te quiero.

Me miró por fin, y me di cuenta de que le brillaban las mejillas. Aquello me llenó de ternura.

—Yo también te quiero, joder.

Era él. Damiano David, líder de la banda Alte Vette. Romano de pura cepa, con la sangre más caliente que había visto nunca. Con sus ojos oscuros, y una sonrisa tan amplia que era capaz de iluminar un continente entero.

Damiano, Damiano, Damiano...

—Me quedo contigo.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora