𝐗𝐗𝐕𝐈.

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Keila.


Italia helaba. Podía palparse ya el invierno, pues la sensación de mis pies descalzos contra el parqué me hacía temblar. Y ese mismo frío fue lo que me despertó aquella noche; la ausencia del calor de Damiano a mi lado.

Supuse que, tal vez, había ido al baño. Que no tardaría en volver. Pero mis preocupaciones, sumadas al mero terror de estar sola allí, me removían y no era capaz de volver a dormirme.

Decidí entonces levantarme, en su búsqueda. Y, para mi sorpresa, no era sólo él el que había salido de la cama de madrugada; eran todos. Estaban allí, en el salón. Reunidos. Hablando de algo que no conseguía escuchar bien. Y lo estaban haciendo sin mí.

Ya eres una más de la familia, me había repetido Damiano. ¿Y qué significaba esta mierda entonces?

Me mantuve escondida y, para mi pesar, descubrí que había llegado tarde. La conversación estaba prácticamente finalizada. No vamos a meter a Keila en esto...

—¿Qué es eso en lo que no me quieres involucrar, Damiano?

Supe que mi voz le sorprendió, pues venía de detrás suya mientras él esperaba que estuviera durmiendo en la cama. Traté de hacerme la dura, de no temblar. En cualquier otra ocasión hubiese interrumpido aquella estúpida reunión y se la hubiera montado a todos. A cada uno de los allí presentes. Pero lo único que se me pasaba por la cabeza era volver a la cama y olvidar todo aquello. Olvidar, olvidar...

Todavía tenía dolores en las putas cervicales. Todavía me dolía la espalda. Y todos esos dolores afloraron con la mínima de idea de qué podría estar sucediendo a mis espaldas.

—Damiano —repetí, tratando de sacarle de la babia en la que se había sumergido.

—Lo hablaremos mañana, ¿vale? Dios, pequeña, vamos a la cama. Estás temblando.

Se me acercó, y me sentí una estúpida al dejarme abrazar. Me dejé porque no quería discutir. No quería desconfiar. Sus brazos eran cálidos, y me sentí a morir allí mismo. Su respiración estaba más acelerada que la mía.

—Damiano.

—No, por favor.

—Damiano —cogí coraje para apartarlo de mí, observándolo con una dureza que llevaba tiempo sin ser capaz de utilizar—. —Qué coño es eso en lo que no quieres involucrarme. ¿Eh? Se suponía que... Que estábamos unidos...

—Keila...

—¡Se suponía que éramos una familia! —le interrumpí. No quería escuchar una respuesta. No con la mosca detrás de la oreja. Ese sentimiento que empezaba a oprimirme el pecho.

Fa...

—Dímelo —le imperé.

Bri...

—¡Damiano!

Zio.

Me miró y fue una de las primeras veces que le veía débil. Se le habían cristalizado los ojos. A mí seguramente también. Me acerqué él, y con las manos temblorosas como el trigo mecido por la brisa, empujé su cuerpo. Noté como me dejó hacerlo.

—¡No! ¡No me jodas! No puedes hacerme esto. No puedes hacerme esto.

—Lo siento tantísimo, Keila —me murmuró. Ya ni siquiera me miraba—. Tenía... Tenía un único deber. Y te he fallado.

—No.

—Te he fallado, Keila.

Para cuando quise darme cuenta, tenía las mejillas enjuagadas en lágrimas. Me las sequé todas, echándome tanto hacia atrás que se me desgarró el alma del cuerpo para quedar cerca de la del italiano. Me sentí su Eurídice, a sabiendas de que lo único que abrazaría él ahora, mi Orfeo, sería sombra. Cesé de vivir allí mismo.

—Fabrizio —se atrevió a pronunciar su nombre por fin. Fabrizio—. Está vivo.

—¿Desde hace cuánto lo sabes?

—Unas semanas.

Unas semanas. Me había ocultado que ese cabrón caminaba por nuestras calles durante semanas. Me sentí traicionada, como si Fabrizio fuera una pieza clave que nos había unido y ahora no me quedara nada en lo que sostenerme. Le empujé para meterme en la cama, sin pronunciar ni una sola palabra. Él hubiese preferido que me enfadara. Que hablase alto, que rabiase. Pero no lo hice. A mí ya no me quedaban fuerzas para nada de eso.

Se tumbó a mi lado, dejándome una distancia que parecieron kilómetros separándonos.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Sabía que no estabas preparada. Iba a contártelo, te lo prometo. Dios, Keila, te prometo que iba a hacerlo.

—Tú no decides eso, Damiano. T-Tú no puedes decidir cuándo voy a estar preparada.

—Lo sé. Lo siento.

Me di la vuelta, y busqué su calor. No estaba enfadada. Estaba... Decepcionada. Dolida. Pero no enfadada.

—Te lo contaré todo —me prometió una vez sus brazos rodearon mi cuerpo—. Te lo prometo.

Le creí. Pero cuando cayó dormido, y salió el primer rayo de sol, yo me levanté de la cama. Miré en el ordenador de Thomas las fotos. Memoricé las calles, me puse algo de ropa de Damiano y una gorra para disimular, y salí en su búsqueda.

Llevaba la pistola guardada en la bota. Lo mataría. Si ese cabron se atrevía a cruzarse conmigo, le volaría los sesos. No nos falta coraje.

Especular sobre lo que uno va a hacer o no es totalmente subjetivo. Pero luego, cuando de verdad llega el momento clave, las cosas siempre se tuercen. No me había llevado el móvil pero, juzgando la posición del sol en el cielo, Damiano debía de llevar horas buscándome. Y cuando por fin me encontré con Fabrizio, lo único que deseé fue que mi novio me arrastrase a casa.

Estaba sentado en la terraza de un bar, bebiendo vino. Ya tenía la camisa chorreada de burdeos; y en su rostro se distinguían las cicatrices que Damiano le había dejado. Estaba mucho, mucho peor que yo. Y la muleta que lo acompañaba lo hacía demasiado vulnerable. Pero para eso estaban sus monos, repartidos con él en la mesa; hasta los dientes de pólvora. Yo estaba demasiado lejos, y demasiado camuflada para poder verme. Las piernas me temblaron, y saqué la pistola. No pude siquiera apuntar.

—Eh, eh —murmuró una voz suave detrás mía.

—V-V-Voy a matarlo. Voy a matarlo.

Keila —dijo la voz serena, que me rodeó con sus brazos para bajar el arma. Y yo me dejé.

Ethan me apretaba contra sí, manteniéndome de pie. Sollocé entonces, notando como todo el cuerpo me flaqueaba. Sus labios calmaron mi dolor, marcando mi sien.

—Vamos a casa —murmuró, y él mismo guardó el arma—. Todos estábamos buscándote.

Damiano estaba esperándome allí, y de un salto me subí a su cuerpo. Todos nos rodearon, y nos fundimos en un abrazo. Aquello era una familia. Una familia de verdad.

—Lo sentimos mucho, Keila —murmuró Thomas.

—Vamos a acabar con él, nena, ¿vale? —dijo Victoria.

Estuvimos toda la tarde juntos hasta que llegó la hora de dormir, que fue cuando Damiano me llevó a la cama. No me soltó en ningún momento, y yo se lo agradecí. Estaría agradecida con él toda mi vida.

—Mi luchadora... —susurró, besándome los labios como sólo él sabía—. Van a venir tiempos difíciles, pero eso ya lo sabes, ¿hm?

—Yo quiero ayudar.

—Ayudarás. Todos lo haremos. Toda Italia será nuestra, mi vida.

—Italia será nuestra cuando le meta una bala a Fabrizio entre ceja y ceja.

No nos falta coraje. Y estábamos en lo cierto.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora