𝐗𝐗𝐗𝐕𝐈.

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Keila.

Recordaba perfectamente el día que había conocido a Damiano. Ya lo había visto antes; paseando por las callejuelas de Roma jugando a creerse Dios. Pero la primera vez que hablamos sentí que estábamos predestinados. A lo mejor puede parecer una chorrada, o al menos a los ojos de alguien que no ha conocido a su otra mitad. Damiano para mí no era mi media naranja, como suelen contar en los libros románticos para personas que no saben nada del amor. Damiano para mí era la pieza que completaba el complejo puzle que era yo; me hacía una Keila completa. Como ese mito que nos destinaba a vagar sobre la faz de la Tierra, separados del que sería esa otra mitad.

Nunca lo había dicho en alto, pero sabía que Damiano era un fan empedernido de la literatura clásica, y estaba segura de que yo significaba lo mismo para él.

Podría llevarte a Brasil.

De vez en cuando nos imaginaba siendo una pareja normal, fuera de estos infiernos de pólvora y droga. Tal vez, o eso creía yo, podríamos habernos casado y tenido hijos. Los críos eran impensables cuando llevas una vida como la nuestra. Nos imaginaba en Brasil, viviendo bajo el calor del sol latino, disfrutando a fondo de eso que tanto echábamos de menos: la simpleza de las cosas. Conviviendo junto a otra banda, ni siquiera éramos capaces de salir a cenar por Roma sin temor a meternos en una disputa que nos arruinaría la noche. Sentíamos que cada rincón de la ciudad eterna estaba compuesto de ojos que vigilaban cada paso que dábamos. Pero, a pesar de no llevar una vida convencional, éramos felices. Podríamos casarnos. Vivir por y para nosotros, sin responsabilidades. Podríamos haber hecho tantas cosas...

Sin embargo, la problemática de ser lo que éramos nos dejaba en jaque mate a la hora de hablar de cómo uno mueve las fichas que serán clave en el futuro. Todo lo que hacíamos fuera de casa era decisivo; cómo nos movíamos, por dónde lo hacíamos. Y yo tendría que haber tenido eso claro antes de lanzarme a la boca del lobo. Pero no me culpaba. No podía hacerlo, pues estaba ansiosa de venganza y ese tipo de cosas suele nublarle la mente a cualquiera. Lo que pasaba era que yo no estaba sola, y si yo caía, cuatro personas lo harían justo después de mí. Ese fue mi gran fallo, poner en peligro a la única familia que me había querido por como era. Y es que, aunque al principio las cosas hubieran sido hostiles, ahora estábamos todos unidos como uña y carne.

Las manos me temblaban contra el pecho de Damiano, y vi en sus ojos reflejada una paz inmensa. Supe que de tener que morir, que fuera yo la que apretase el gatillo sería un alivio para él. Me miraba como si sólo existiese yo en aquella habitación, en el mundo. Éramos los mismos Keila y Damiano que habían sido rivales. Los mismos Keila y Damiano que habían bailado en aquella fiesta. Los mismos Keila y Damiano que habían acabado enamorados el uno del otro como si cualquier otra cosa fuera irrelevante para nosotros.

—Dispárame —oí escapar de sus labios. Yo ni siquiera podía sostener bien el arma, y necesitaba estar tranquila. Necesitaba apuntar; y disparar.

—¿A qué coño estás esperando, Keila? —Fabrizio comenzaba a ponerse nervioso.

Era el momento clave de mi vida. A partir de aquí, las cosas dejarían de ser como hasta ahora conocíamos. Y estaba en mi mano -o en mis manos- decidir si aquello sería algo bueno, o algo malo. Apreté el cañón contra el pecho de Damiano y, aprovechando que Fabrizio no me veía, le sonreí. Tenía los ojos encharcados en lágrimas, que no dejaban de salir y salir, haciendo que se corriese todo mi maquillaje.

—Gracias —le murmuré, tratando de que sólo él fuera capaz de escucharme. Le vi asentir, devolviéndome la sonrisa. Creo que se estaba despidiendo de mí, dedicándome aquella mueca que nunca sería capaz de borrar de mí. Le acaricié el pecho con la pistola, y moví los labios sin emitir una sola palabra.

Ti amo.

Y él me devolvió la palabra.

Anche io.

Disparé entonces. Se hizo un silencio en la habitación, donde cuyas paredes todavía resonaba el eco del disparo. La bala atravesó el pecho del joven, que cayó al suelo, llevándose una mano a la camisa que ahora se había manchado de rojo. Fabrizio se desangraba en el suelo, pues antes de apretar el gatillo -y en un movimiento rápido- había apartado a Damiano de mi zona de tiro. Las manos no me temblaban. Había sido un disparo certero, directo al corazón. Damiano me observó entonces, y yo sólo pude abrazarme a él. La pistola cayó al suelo también. Ambos temblábamos, tan juntos que temíamos hacernos uno.

—Lo siento, lo siento, lo siento... —murmuré contra el cuello del italiano, empapándoselo de lágrimas. Lo sentía de verdad. Nunca, en ningún momento, se me había pasado por la cabeza disparar a Damiano. Pero Fabrizio me había cogido, y mi única baza para salir viva de allí era realizar el acto final. Debía fingir. Morirme de asco estando tan cerca de él.

Pero lo había conseguido. Después de todo, lo había conseguido.

—Lo has hecho, Keila —me acariciaba el pelo Damiano. Supe que después de aquello no me soltaría nunca—. Lo has hecho.

Otro disparo.

Fabrizio, que todavía estaba tirado en el suelo, había tenido la fuerza de sacar la pistola que guardaba en el cinturón. Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar; cogí la pistola del suelo y comencé a disparar. Una, dos, tres veces... Vacié el cargador contra aquel hijo de puta, asegurándome de que no se levantaría aquella vez.

—¿Estás bien, Damiano? ¿Te ha dado?

Pero Damiano no contestó. Se apretaba las manos contra el estómago, y yo bajé la mirada hacia mi vestido; estaba manchado de sangre. Noté un pinchazo en el pecho, y corrí hasta el italiano, que cayó al suelo mientras trataba de sujetarlo en brazos. Lo aparté lo más lejos posible de Fabrizio mientras la vista se me enjuagaba en lágrimas y me impedía pensar con claridad.

—Damiano, Damiano. Dios mío —murmuré, abriéndole apresuradamente la camisa. El disparo había desgarrado la manzana que llevaba tatuada en la piel, y ahora estaba manchada de sangre. Apreté con fuerza el agujero de bala, tratando de que no perdiese sangre—. ¡Ayuda! ¡AYUDA! Damiano... Damiano, escúchame, vas a ponerte bien, ¿vale? Dónde tengo el móvil... Dónde tengo el móvil...

—Keila... —escuché toser al joven, y fijé mi mirada en él—. Gracias por... Darme la mejor vida... Gracias por haberme... Querido. No llores... No llores... Lo has conseguido... Ya se ha acabado...

—No digas eso. N-No digas eso. ¿Me oyes? No te va a pasar nada. Ahora mismo voy a... Voy a llamar a una puta ambulancia. Y ya verás como nos reiremos de esto mañana, ¿eh?

—Eres preciosa. No sabes cuánto te quiero...

Conseguí alcanzar el móvil del bolsillo de Damiano. Llamé primero a una ambulancia, después a Ethan. Varios minutos después teníamos a los chicos tratando de sacar a Damiano de allí. Pero ya se le habían cerrado los ojos.

Podría llevarte allí.

Damiano. Mi único y primer amor. ¿Sería capaz de perdonarme algún día? Pedí por favor a los demás que me dejasen ir a mí en la ambulancia. Ethan me dejó, a regañadientes, a sabiendas de que ir a su lado así me haría más mal que bien. Pero me daba igual.

Sabía que, si Damiano moría aquella noche, su último deseo sería hacerlo a mi lado.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora