𝐕𝐈𝐈𝐈.

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Keila.

Las calles habían comenzado a hablar. Entre murmullos, se rumoreaba que dentro de poco se haría la fiesta más grande que había visto Roma nunca. Podía suponer quién iba a acreditarse ese mérito, y no me hacía puta gracia.

A Fabrizio le daba igual, todo le daba igual a ese memo hijo de puta.

Déjalo, nena, ya llegará nuestro momento. Y, ese momento que tanto esperaba, sería un completo fracaso con ellos liderando ya el negocio de la droga.

Alte Vette, por fin había descubierto su nombre. Eran unos prepotentes de cojones, fardando de altas expectativas, de poder futuro y mucha riqueza. Yo me aseguraría de que no les quedase ni un puto euro en el bolsillo antes siquiera de que pudieran ir alardeando de organizar la mejor fiesta que Roma había visto.

El dinero nos llegaba a chorros. Volvíamos a ser dueños de lo que era nuestro. Y Damiano no había vuelto a pisar el bar, que poco a poco dejé de transitar. No valía la pena perder el tiempo esperando a algo que nunca llegaría.

De todas formas, ¿qué más me daba? No era una desesperada, nunca lo había sido. Y él no iba a cambiar eso. Nadie.

En el último recuento de caja, me di cuenta de que faltaba algo de dinero. Interrogué a cada capullo que se encargaba de vender la droga, aunque todos aseguraron que no sabían nada de la pasta. Que ellos no tenían nada que ver.

Maniaté a uno de ellos a una silla; y usé la fuerza bruta hasta que se dignó a hablar.

No me gustaría considerarlo una tortura, pero no era imbécil. Y sabía que estaban escondiendo algo.

—¡Fabrizio! ¡Ha sido Fabrizio, joder, Keila! ¡Te lo juro! —habló antes de que volviese a golpearle en las costillas con la pata de una silla.

—¿Y para QUÉ coño iba a querer Fabrizio ese puto dinero, eh, capullo? ¡Es una norma! ¡NO. SE COGE. DINERO. DE LA CAJA!

—¡Para comprarle mierda a la rubia de la otra banda, joder!

No fui capaz siquiera de articular una sola palabra. Ordené a otros que desatasen al pobre chaval, que no hacía más que lloriquear como un crío y toser sangre por la boca. No eran capaces de aguantar una mierda.

Fui directa a Fabrizio después de eso. Fue el segundo en recibir una paliza con la pata de la silla. Aunque, al ser más fuerte, consiguió arrebatarme el arma para pegarme de vuelta con ella. Eso antes siquiera de dejar que me explicase por qué coño iba comprándole droga a esa zorra y su panda de imbéciles.

—¿Estás loca o qué, tía?

—¿Qué se te ha perdido en la coca de Alte Vette, Fabrizio?

—¿Es que no sabes que uno no tiene que meterse de su propia mierda? —soltó. Me soltó eso como si fuese lo más normal del mundo.

—Uno no se mete la mercancía que vende, Fabrizio. Claro que no. Pero tampoco te metes la de tus rivales. ¿Pero tú eres gilipollas?

—Deja de insultarme.

—¿Lo eres, o no?

Yo fui la tercera en recibir una paliza con la puta pata de la silla.

No se habló más del tema. No porque le tuviese miedo a Fabrizio. No me daba ningún miedo. Sino porque le tenía miedo a morir. Él era mucho más muerte. Más mayor, más alto. Mi intelecto era mayor que el suyo, al igual que mi resistencia; pero era capaz de acabar conmigo de un sólo golpe.

Necesité dos horas para coserme la herida que me había hecho en la ceja, y otras dos para la del labio. Yo no le había hecho ni un solo rasguño, al muy cabrón.

A veces, cuando él yacía dormido a mi lado, me imaginaba cómo sería mi vida sin él. Tal vez si mi madre hubiese tenido más recursos, no hubiera necesitado venderme a su familia. Tal vez las cosas hubiesen sido distintas.

Pero entonces Damiano no formaría parte de mi vida. Y era lo único que me hacía sentir viva.

Tuve el impulso de salir a la calle, aunque ni siquiera se me ocurrió pasarme por el bar. Fui a otro local, cerca de mi apartamento, donde las luces eran tenues y la música tranquila. Allí trabajaba Marco, mi único amigo. Mi único amigo de verdad.

—Otra vez, Keila, ¿otra vez? —dijo, rodeando la barra para acercarse a mí. Yo no quería que nadie me tocase. No en aquel momento, así que acabé apartándome.

—Ponme una copa.

—Keila...

—¡Que me pongas una puta copa y te dejes de mariconadas, Marco!

Me disculpé horas después de mi llegada. Sabía que podía confiar en él, y a pesar de ello siempre acababa poniéndome a la defensiva. Lo hacía siempre.

Cerró el bar, y vino directo a mí, rodeándome con sus largos y cálidos brazos. Agradecí el gesto.

—Las cosas van a complicarse —me limité a musitar contra su pecho—, no quiero que Oli y tú me veais así.

Oliver era su novio. Gran amigo mío, también, aunque no tan cercano como Marco.

—Nosotros no nos vamos a ningún sitio, boba, ¿cómo vamos a dejarte aquí sola, eh, en este negocio de heteros?

Siempre conseguía sacarme una sonrisa. Aunque preferí no hacerle perder el tiempo, y me inventé que tenía que volver a casa para acabar de contar la caja.

No volví a casa.

Las horas corrían, como si tratasen de alcanzar el amanecer lo antes posible y darme cobijo bajo el sol. Me crucé con un rostro conocido, y tuve que pensar con algo más de fuerza para que el alcohol no me nublase los ojos.

—Eh, tú —mascullé a la figura que caminaba, ahora, delante de mí.

No se detuvo. Sabía quién era.

—¡Te estoy hablando!

—¿Qué quieres? —acabó diciendo una voz tan suave como la misma seda. Se giró hacia mí el chico de largos cabellos.

No tardé en acercarme a él, sacando de mi bota una navaja. Se la pegué al cuello, amenazante. No quería matarlo.

—¿Dónde está tu puto jefe? ¿Eh?

—No tengo ningún jefe.

—No me vaciles, hijo de puta.

—No tengo ningún jefe —repitió, pasivo. ¿Es que no veía que podía cargármelo allí mismo?

—Dónde... Dónde está Damiano.

Negó. No me lo diría, claro que no. ¿En qué coño estaba pensando? Apreté algo más el filo de la navaja contra su piel morena, y lo único que hizo fue tragar saliva.

Así que me acerqué a él, colocándome estratégicamente de puntillas para pegar mis labios a los suyos.

—Dáselo de mi parte.

Le dejé entonces ir, y me pareció verle limpiándose la boca. Supuse que sabía a puro alcohol, y a tabaco. Y recordé entonces mis mañanas en la azotea, y sus quedadas con aquella chica.

Era una capulla.

¿De qué coño vas, Keila? ¿Qué coño te pasa?

Era culpa suya, lo supe en aquel mismo instante. Era culpa de él, que parecía haber llegado para hacerme la vida imposible. Me fui de allí antes de que Damiano pudiese salir a buscarme, siquiera. O a lo mejor el melenas ni siquiera le contaría aquel encontronazo.

¿Dónde iba tan tarde?

Y entonces recordé: la fiesta.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora