𝐗𝐈𝐗.

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Damiano.


Te quiero. Las palabras de Keila seguían resonando en mi cabeza. Te quiero, Te quiero, Te quiero. Su voz me martilleaba una y otra vez, justo en el cerebro. Me quería. Y yo también la quería a ella, por mucho que lo hubiese reprimido durante todo el comienzo de nuestra historia. Ahora estaba ya todo dicho, y no había marcha atrás.

—Me quedo contigo —había dicho ella, y yo sentí el mayor alivio que había podido experimentar nunca. Respiré hondo, y entonces asentí. Permitiéndome descansar por fin de aquel estado semipermanente de rabia.

—Júralo —la señalé con el dedo, acusativo. Como si no pudiera confiar en ella.

¿Podía, acaso? ¿Lo hacía ya? ¿Confiaba plenamente en Keila? No habría sabido responder.

—Lo juro.

Caí entonces sobre mis rodillas, dejando salir todo el peso y la incertidumbre que me impedían respirar. Había pensado en qué habría pasado si Keila hubiera escogido quedarse con ellos. Si hubiera escogido ir contra mí. No habría podido hacerle daño. Le habría fallado a mis chicos, a mi banda. Y a mí mismo.

Sin embargo, allí estaba. Aceptando su destino y quedándose conmigo. A sabiendas de lo que estaba por venir.

Ambos conocíamos las consecuencias de aquello. Y lo haría todo para protegernos. A los dos.

Keila caminó hasta mí, envolviéndome con los brazos, y apoyé la cabeza contra su vientre, dejándome hacer. Me acarició el pelo, con una calma que, por un momento, me hizo olvidar todo. A Fabrizio, y a todas esas ratas que le seguían a todas partes. Al dinero, a la droga...

—Me quedo —repitió de nuevo. Y, cada vez que lo decía, parecía sonar incluso mejor.

Juntos, éramos más fuertes que nadie. Teppisti se convertiría en polvo bajo nuestros pies. Seríamos libres. Felices. Todo aquello que merecíamos y que aún no teníamos.

—Gracias —me atreví a murmurar por fin. Levanté la vista hacia ella, y me apartó el pelo de la cara, sonriéndome.

Fue una sonrisa sincera, pero llena de preocupación.

Ella misma se colocó de rodillas para estar a mi altura y alcanzar mis labios, besándome con tal fuerza que pensé que me arrancaría la boca. La tomé por las mejillas, permitiéndole a mi lengua profundizar en su cavidad, como tantas veces había hecho ya.

No sabía qué hora era, pero sí que nadie volvería al apartamento tan tarde. Y, de haberlo hecho, ya me daba igual. Ahora Keila era uno de los nuestros. Lo sería, le gustase a los demás o no.

Me empujó con suavidad hacia atrás, y me senté sobre la madera del suelo, tirando de sus caderas para sentarla sobre mi regazo. Sus besos eran fuertes, desesperados. Podía sentir su necesidad tanto como su liberación. Porque ahora sería libre, por fin. Y eso me enorgullecía más que cualquier otra cosa.

La camisa que llevaba a medio abrochar fue fuera, y pronto yo mismo le arrebaté también el top que llevaba puesto. Después fueron los pantalones de ambos. Nunca nos habíamos parado a tomarnos nuestro tiempo. No necesitábamos ir despacio. No estábamos hechos para eso.

—Aquí no —acabó diciendo la propia Keila. Fruncí el ceño, con la boca puesta sobre su cuello. Ella misma continuaba apretándose contra mi regazo—. Llévame a la cama.

Y a pesar de haber follado en cada rincón del apartamento, de habernos arrastrado por el suelo de cada estancia; pude reconocer por qué quería lo contrario esta vez. Las cosas eran diferentes. No estaba pidiéndome que le hiciera el amor entre pétalos de rosas. Pero si íbamos a follar después de aquel momento, el suelo era el peor sitio para hacerlo.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora