𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈.

367 31 0
                                    

Damiano.


Había dos cosas en las que no podía dejar de pensar. La primera, que Keila estaba por fin a salvo. Poco a poco había comenzado a salir de la cama y caminar por la casa. Todavía no había salido fuera, sin embargo. La otra mitad de mis pensamientos los ocupaba Fabrizio, y las dudas de si estaría vivo o no. Podría pensar perfectamente que lo había matado. Y me habría encantado que así fuera, joder. Se acabarían nuestros problemas. Keila sería libre, y a mí se me acabaría la competencia. Aunque ahora, con ella en nuestro equipo, no había nadie que pudiera siquiera intentar ponerse a nuestra altura.

Las noticias no decían nada sobre Fabrizio. El periódico tampoco, y los habitantes de Esquilino, más de lo mismo. Nadie sabía absolutamente nada. No lo habían visto por la ciudad, pero tampoco habían recibido una sola noticia sobre que pudiera estar muerto. Eso no resolvía ninguna de mis dudas, y empezaba a impacientarme.

—Sabremos algo de él —comentó Victoria, mientras hacía el desayuno. Keila y yo estábamos sentados junto a la mesa de la cocina.

—Fabrizio es un inútil —añadió Keila—. Pero no es tan estúpido como parece. Si quiere que dudemos sobre qué ha sido de él, sabrá cómo hacerlo.

—¿Y cómo vamos a saber si el cabrón está muerto? —preguntó Victoria de nuevo.

—Yo podría... —mi novia comenzó a hablar, pero no tardé absolutamente nada en interrumpir sus palabras.

—No, tú no vas a hacer nada.

—¿No decías que tú ibas a valorar mi trabajo?

—No vas a hacer nada que tenga que ver con Fabrizio.

Keila se quedó callada, y le dio un buen trago a su taza de café. Victoria nos miró a ambos y suspiró. Aún no se fiaba especialmente de ella, pero sabía, en el fondo, que de verdad estaba con nosotros. Ahora era una más. Ahora éramos familia. Y no permitiría que nadie intentase pasarle por encima.

—Damiano tiene razón —inquirió Victoria—. Es peligroso para tí después de lo que ha pasado.

Ya éramos dos contra una. Y Keila sabía que teníamos razón.

—¿Entonces qué proponéis?

—Thomas está trabajando en ello —aseguré yo—. Acabará encontrando algo.

Los días pasaron, y Thomas no llegó a encontrar nada lo suficientemente bueno como para alarmarnos. ¿Podría Fabrizio estar verdaderamente muerto? Sería la solución de cualquiera de nuestros problemas. Nos haríamos con la ciudad para siempre. Nadie volvería a interponerse entre nosotros y nuestro puto dinero.

Decidí dejar de pensar en él poco a poco. No lo necesitaba en mi cabeza. Prefería pensar que todo se había acabado y que podíamos seguir con nuestras vidas. Así era mucho más fácil.

Keila se adaptaba bien a la casa, al flujo de trabajo, a todos nosotros. A lo largo de los días, su amistad con Thomas se sostenía a la perfección. Jugaban a la play, colaboraban a la hora de sacar información de cualquier cosa que necesitasen, y reían a carcajadas por el salón de vez en cuando. Me encantaba escucharlos, ser consciente de que ahora aquella era también su casa.

Con Ethan era más difícil. Keila trataba de sonreírle cada vez que sus miradas coincidían. No hablaban mucho, tan sólo para pasarse la sal durante las comidas o pedir disculpas si se cruzaban por los pasillos. Poco a poco, le decía constantemente a mi novia. Poco a poco.

Y después estaba Victoria. Había cierta competencia. ¿celos, tal vez? Pero ambas sabían que en aquel espacio cabían las dos. Victoria siempre había sido algo hostil, con cualquiera de nosotros. Conmigo era diferente. La confianza que había implantada entre ambos era infranqueable. Éramos prácticamente hermanos. Y por eso mismo, tal vez temía por mí. Keila sabía cómo demostrarle que no debía hacerlo. Al fin y al cabo, me quería. Y yo a ella. ¿Qué problema había?

Todavía tendrían tiempo para congeniar. Y yo estaba completamente seguro de que acabarían haciéndolo.

—Hoy Victoria me ha sonreído. Es todo un avance —me comentó la propia Keila una de aquellas noches.

Yo llevaba un buen rato en la cama ya, leyendo un viejo libro que me había prestado Ethan. Keila tiró un poco de las mantas para meterse en la cama conmigo. Solía mirarme, a menudo, en aquellos momentos. Alguna vez me había comentado lo gracioso que le parecía verme con aquellas gafas de ver, y lo mucho que parecía un viejo. Yo me reía con ella, o continuaba leyendo, haciéndome el ofendido.

—Dentro de nada os estaréis intercambiando la ropa —comenté, cerrando esta vez el libro para dejarlo en la mesita de noche. Ya era suficiente.

Keila, con total calma, gateó sobre el colchón hasta llegar a mi regazo y sentarse cómodamente sobre éste, justo delante de mí.

—¿Crees que me quedarían bien esos... tops de leopardo que le gustan?

Solté una pequeña risa, negando. Mis manos viajaron hasta sus caderas, acariciándole la piel.

—No, para nada.

Las magulladuras de la cara seguían ahí. Algunas estaban más difuminadas, casi curadas, pero su piel aún recordaba los golpes. Me habría gustado borrárselas todas, pero era imposible. No te preocupes por eso, me había dicho una vez. Son marcas de guerra. Le acaricié entonces esas marcas, pasando el pulgar por el minúsculo corte de sus labios, y después por el ahora amarillento hematoma que le había cubierto una de las mejillas.

—¿Estás bien aquí? —Keila asintió.

—Mejor que bien, Damiano. No te preocupes más por eso.

Asentí, y se encorvó para besarme. Su boca danzó lentamente contra la mía, y abracé más su cuerpo. Se apretó entonces contra mí, y pude sentir su necesidad de acercarse más y más. La reconocía perfectamente, porque yo también la sentía constantemente. Acerqué los labios a su cuello, y Keila jadeó. Aprovechó que no llevaba camiseta para besarme los hombros, el pecho después, lamiendo la tinta de los tatuajes a los que su boca pudiera llegar.

—Espera —acabé soltando por la boca. Keila levantó la cabeza—. Ha pasado poco tiempo.

No quería arriesgarme. Veía los golpes de su cuerpo a diario, cómo mejoraban, cómo no. Sabía dónde le dolía cuando me acercaba demasiado, y dónde sin siquiera rozarla. No me importaba esperar.

—Estoy perfectamente —aseguró, y ella misma se retiró el camisón con cuidado, dejándose ver por completo. No me cansaba de ella. No lo haría nunca.

La acaricié con total cuidado, con sus ojos clavados en mis manos. Y, para cuando acerqué los dedos a su entrepierna, tan sólo se acomodó un poco mejor sobre mí para dejarse hacer. Logré alcanzar sus labios de nuevo, y la escuché suspirar contra ellos, a medida que me hacía paso hasta su interior, moviendo cuidadosamente los dedos contra su cuerpo. Le acaricié la espalda con la otra mano, dejando que disfrutase exclusivamente ella. Ya habría tiempo para mí.

—Damiano... —gimoteó, acallándose a sí misma con mi boca.

—Sh... —respondí yo mismo, colando un dedo más entre sus piernas—. Disfruta.

Para cuando llegamos a dormirnos aquella noche, era ya de madrugada. La casa, como siempre, se silenciaba cuando nosotros lo hacíamos. Sin embargo, en algún punto de la noche, escuché la puerta de nuestro dormitorio abrirse, y una fina y áspera mano zarandearme hasta despertar. Abrí los ojos con rapidez, preparándome para atacar, pero sólo pude ver a Thomas de pie junto a la cama. Me hizo una señal para estar callado.

—Ven, tengo que enseñarte algo.

Me levanté de la cama, dejando a Keila descansar y cerrando la puerta del dormitorio. En la cocina, donde nadie en la nocturna casa podía escucharnos, me mostró una fotografía que había hecho con su propio teléfono. En ella, un hombre de espaldas caminaba cerca del apartamento donde trabajábamos.

—¿Qué coño es esto?

Thomas me miró entonces, y suspiró, enseñándome la siguiente foto. Esta vez, podía diferenciarse perfectamente la cara del cabrón que parecía intentar encontrarnos.

Fabrizio.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora