𝐗𝐈𝐕.

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Keila.

Cuando llegué a casa, Fabrizio me esperaba sentado en el sofá. Por supuesto sabía que había ido a la fiesta, y que me lo había pasado mejor de la cuenta con alguien que no era él.

Tenía el vestido arrugado, y las bragas se me habían olvidado en el apartamiento de Damiano. ¿Cómo iba a explicarle eso?

La resaca de la coca iba a hacer que me estallase la cabeza en cualquier momento, y la tensión conseguiría hacerme desfallecer allí mismo.

Estaba exhausta. Como si acabase de perder a un juego en el que había invertido muchas horas. Demasiadas. Y así era; Damiano ya lo sabía todo, al igual que yo de Alte Vette.

—¿Dónde coño estabas, Keila? —nunca me llamaba por mi nombre. Eso no significaba nada bueno.

—Estoy cansada, Fabrizio, ahora no —murmuré, tratando de evitar el conflicto inminente.

Y, cuando pensé que había sido capaz de hacerlo, una mano me agarró del pelo, tirando con tanta fuerza que pensé que me lo arrancaría. Iba a ser cruel, y yo tendría que ser lo suficientemente fuerte como para asimilar las consecuencias.

Se me acercó al oído, sin soltarme el cabello. Sin dejarme siquiera margen para defenderme.

—Hueles a tío —masculló. A mí me temblaron las piernas.

Había aprendido que Damiano no sería capaz de hacerme daño, y viceversa. Pero Fabrizio podría incapacitarme sin siquiera replanteárselo.

Así que tiró de mí hasta el suelo, pateándome el estómago.

—¿A quién te has follado? —me preguntó. No respondí. La segunda patada fue directa a mi rostro, haciendo que escupiese algo de sangre.

No lloré. No le lloraría a él.

—¡Que a quién te has follado, hija de puta!

No hubo respuesta. Me agarró del cuero cabelludo, haciendo que mi cara golpease contra la madera un par de veces. Una, dos, tres... Perdí la cuenta.

Lo único recuerdo fue despertarme allí tirada, sola. Ahogándome con mi propio charco de sangre. No había nadie en casa, nadie que pudiera ayudarme.

Damiano... Pensé, en vano.

Hice el esfuerzo de levantarme, e ir directa al baño. Me senté en la bañera, dejando que el agua me limpiara la sangre seca de la cara. Me escocía, así que supuse que después iba a necesitar darme un par de puntos en las heridas.

No me equivocaba; tenía la ceja palpitante, el labio partido. Incluso le eché huevos para inspeccionarme la nariz y descubrir una desviación.

Solté un fuerte berrido al colocarme el hueso.

Cosí la ceja, el labio. Y tuve que parar al estar demasiado mareada. Cuando logré recomponerme, lo siguiente fue ponerme algo en la nariz.

Aunque horas después, al no dejar de sangrar, me vi obligada a ir a urgencias a que me pusieran algo de yeso y me recetasen calmantes.

—¿Quién te ha hecho esto? —me preguntó una enfermera, angustiada.

—Nadie, señora.

Era increíble como, después de todo aquello, lo único en lo que podía pensar era en Damiano. En su boca, en sus jadeos. No dejaría que me viese así, ni de coña.

No quería volver a casa todavía y encontrarme con Fabrizio. Trataría de disculparse, de decir que había sido un capullo. Que a veces no era capaz de controlarse. A mí eso no me servía de nada, y necesitaba despejarme.

Pensé en mi amigo Marco, aunque iba a darle un ataque como me viese así la cara. Me presenté en su bar, esperando que no me la montase.

—¡Keila! ¡Por Dios!

Después de hablar largo y tendido con él, me dejó tranquila para poder tomar algo.

Estaba tan preocupado de mí que noté sus ojos en mi nuca toda la puta tarde.

Lo que no me esperaba era que, para cuando salí de allí para volver a casa, se cruzase él en mi camino. Lo ignoré, claro que lo ignoré. No intentaría explicarle lo sucedido, ni dejaría que se metiese más de lo necesario en mi puta vida. Ya la tenía lo suficientemente jodida.

Pero Damiano no me ignoró, sino que sus ojos me inspeccionaron el rostro, que lo tenía hecho una mierda, y pude ver un ápice de preocupación en su semblante.

Antes de poder huir de él, ya me tenía ya agarrada por la muñeca. Aunque no apretaba; no quería hacerme más daño.

—¿Pero qué coño te ha pasado, Keila? —tenía la voz dura.

—Suéltame.

—¿Ha sido él?

—¡Que me sueltes, hostia! —acabé mascullando, apartándolo de mí.

Él no se enfadó, ni se ofendió por el gesto. Sino que, supuse por su semblante, que sólo había alimentado esa extraña ira que parecía estar infectando su cuerpo como un puto veneno.

—No le he dicho nada, ¿vale? Así que puedes quedarte tranquilo —le solté, como si fuese más importante aquello que mi puta cara inflamada y amoratada. Me daba asco mirarme al espejo así.

—Eso no es lo que me importa, Keila.

—Pues que no te importe nada más. Tú mismo me has dicho que olvide. Que me olvide de todo. Así que olvídate de mí, Damiano.

Pareció que, esta vez, mis palabras sí habían tenido efecto en él; pues se echó hacia atrás, analizándome a mí, y a sí mismo.

—Te juro que... —trató de decir.

—Ya basta, por favor. Vete.

Entendió que aquello era lo mejor. ¿Qué hubiese hecho sino? ¿Tratarme él las heridas? ¿Preocuparse por mi bienestar?

Al final del día, él tenía a su banda, a su familia. Verdaderas personas por las cuales comerse la cabeza y mantenerlas seguras.

Me miró una última vez, con... ¿Pena? ¿Decepción? No supe leer bien su rostro, pero no le hacía puta gracia dejarme volver a Fabrizio.

Sin embargo, acabó dando media vuelta, volviendo a dejarme sola. Me encendí un cigarrillo, fumando mientras le veía fundirse entre las luces y las sombras de Esquilino.

Gracias, me hubiese gustado decirle. Muchísimas gracias por preocuparte por mí, puto capullo. 

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora