𝐈𝐕.

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Keila.

Traté de no imaginármelo los siguientes días.

Había empezado un duelo conmigo misma. No sentía vergüenza por haber dejado que ese tío se metiese en mi cabeza mientras dejaba que mi novio (o eso se suponía que éramos) me follase en la cama. No era esa clase de vergüenza. Lo que me estaba quemando por dentro era que yo misma le había permitido marcar ese efecto en mí, como si fuese una puta droga. Y lo peor es que lo dejé pasar, joder. Lo dejé pasar...

Ojalá hubiese tenido los cojones de pararlo a tiempo. Lo tenía en frente de mis putas narices. Estoy segura de que, de haber sabido su nombre antes, lo hubiera gemido más de una vez mientras era Fabrizio el que me empotraba.

Lo que más rabia me daba del tema era tener que aguantar al prepotente de Fabrizio querer fardar, ahora más que nunca, por las calles del barrio. Quería dar la cara, demostrar que esos mentecatos no tenían nada que hacer contra nosotros.

Tenemos todas las de perder, me guardé una vez para mí misma. Nunca lo admitiría en voz alta.

La noche del bar fue un puto espectáculo. Teníamos a toda la banda repartida por diferentes locales, a la espera de que nuestros rivales hiciesen acto de presencia. Lo recuerdo tan nítido, que juraría que fue ayer.

—Eh, muñeca, han encontrado a los tíos esos en un bar de aquí —me había dicho Fabrizio, con esa voz ronca tan falsa que ponía siempre. Me dio asco tener que contestarle.

—Claro.

—¿Es que no tienes ganas de conocerlos?

—Claro.

Me hizo vestir unos ridículos pantalones, y un top que gritaba PELIGRO con cada movimiento que hacía. Como llegase a salírseme una teta, iba a volarle los sesos en ese puto bar. La de cosas que tenía que aguantar de ese gilipollas.

Pero lo hice, claro que lo hice. Me puse preciosa. Sexy. Parecía su puta, en vez de su novia. O lo que sea que quisiese hacernos aparentar. Estaba claro que yo no tenía ni una pizca de interés en él, así que era una cosa o la otra: a) se hacía el tonto, o b) era tonto.

El punto álgido de la noche sucumbió con aquel regalo del chico de la barra. Con el regalo de él. Sabía perfectamente a qué venía aquello, aunque Fabrizio parecía haber tomado la invitación como lo más normal del mundo. Estuvo oliendo a cerveza toda la noche después de manchar su ridícula ropa.

Supe que me estuvo mirando desde que llegué, hasta que me fui. Y, aunque suene ridículo, agradecí llevar puestos aquellos pantalones. No me miraba con los mismos ojos que Fabrizio. Él nunca sería capaz de llegarle a la suela de los zapatos a nuestro rival. Pero yo sí. Así que no le miré ni una sola puta vez.

Una, puede. O dos. Pero no más de dos, eso seguro.

Fabrizio despertó con resaca al día siguiente. De su boca emanaba un asqueroso olor a puro y cerveza. Tenía los dientes amarillentos, y tuve la necesidad de levantarme de la cama lo más rápido posible. Por las mañanas, me gustaba subir a la azotea de nuestro apartamento para respirar algo de aire fresco. El chico del pelo largo, el de los papeles, no me veía; pero iba siempre a la cafetería localizada justo en la esquina de la calle donde vivíamos.

Si lo hubiese querido así, podría habérmelo quitado de encima el primero. Un tiro limpio, y toda esa melena se teñiría del rojo de sus sesos. No lo hice. No sé por qué, pero no lo hice.

Nunca me había considerado una persona demasiado cotilla, hasta entonces. Pero cuando ellos llegaron, lo cambiaron todo.

Sabía que el melenas, vamos a llamarlo así, llegaba a la cafetería a las ocho y media de la mañana. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Se reunía con una chica, aunque nunca supe qué relación tenían. Se despedían dándose un cariñoso abrazo, que algunas veces llegué a contar. El más largo duró veintinueve segundos. Una hora después de su llegada, perdía de vista a ambos.

Se despedían dándose un cariñoso abrazo, que algunas veces llegué a contar. El más largo duró veintinueve segundos. Una hora después de su llegada, perdía de vista a ambos.

Aunque no solo me limitaba a "cotillear", también desayunaba. Fumaba algo de hierba, y me preparaba mentalmente para tener que soportar otro día más a Fabrizio. Era lo más difícil de ser la líder de Teppisti; Fabrizio Serra.

Nuestros ingresos habían comenzado a descender en picado, y no tardé en averiguar porqué. Esos hijos de puta estaban vendiendo droga de la misma calidad que la nuestra; pero a un precio mucho más bajo. Así sacarían más beneficios, y nos robarían hasta a los clientes más fieles. Era algo admirable, jugársela así. Y, a veces, el riesgo es la mejor opción.

Recuerdo marcharme de casa aquel día sin despedirme de nadie. Me lo había tomado como un día libre, para descansar la cabeza y poder pensar otra vez con la misma claridad de antes.

Él, él, él...

No sé por qué se me ocurrió la idea de ir a tomar algo al mismo bar de días atrás. Tal vez, inconscientemente, para tener otra oportunidad de volver a ver al capullo del líder de la banda rival. Me estaba consumiendo como un veneno. Él, la falta de información. Era yo sola, contra ellos.

—Vino, por favor —le pedí al camarero una vez había cogido sitio en una mesa. No debían ser las doce del mediodía siquiera.

No sé cuántas horas debí de estar allí metida, entre copa y copa. Pero logré mantenerme consciente para cuando él llegó.

Entró como cuando una estrella revienta y ciega a todos; dejándonos después completamente ciegos. Sabía el efecto que tenía sobre los demás, y sabía incluso mejor cómo utilizarlo.

Supe que me vio la primera, pero aparentó que no, pues cuando levanté la mano para invitarle a sentarse en mi mesa; fingió sorpresa.

—Tú estabas aquí el otro día, ¿verdad? —puse la voz más sobria y agradable que me pudo salir.

—Tú también estabas aquí.

Joder, tiene la voz preciosa.

—Sí, bueno. Vine con unos amigos —mentí. Se me daba bien hacerlo. Era lo único que había hecho toda mi vida.

—¿Y cómo acaba una chica tan guapa como tú siendo amiga de esos frikis? —se atrevió a decir. Menudo capullo. Encima, después de soltar eso, se le dibujó una sonrisa de mil soles en el rostro.

—No son unos frikis. Quiero decir...

—Son completamente unos frikis. ¿Qué estás tomando? Oh, vino. Vino, vino, vino...

Cállate si no quieres que me arranque el vestido yo misma.

—Me encanta el vino —acabó diciendo. Supe entonces que le odiaba.

Me invitó a una copa. Y luego a otra. Perdí la cuenta, y perdí toda profesionalidad que me había prometido tener. Era un rival, la persona que me hundiría a mí, y a todo mi esfuerzo. Pero estaba tan sexy con esa puta camisa a medio abotonar, que me la sudó hasta la puta droga.

—Oye, ¿y tú pasas? —pregunté. Doble filo. Fue un buen movimiento por mi parte. Él sonrió, y yo pude suspirar aliviada.

—¿Qué quieres?

—Coca. ¿A cuánto la tienes?

—Cincuenta el gramo.

¿Cómo que cincuenta el gramo? Cincuenta euros, un gramo; era treinta euros más barato que la que vendíamos nosotros. El vino no me dejó pensar.

—¿Si te lo compro nos lo metemos juntos? —solté.

—Yo no me meto lo que vendo, pequeña, pero puedo invitarte a otra copa.

—Todavía no sé tu nombre.

—Damiano.

Damiano. Damiano, Damiano, Damiano...

—Yo soy Keila.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora