𝐗𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈.

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Damiano.

¿Alguna vez habéis oído eso de que cuando estás a punto de morir, ves tu vida pasar por delante de tus ojos? Pues, os diré una cosa; es mentira. Cuando estás al borde de la muerte, solo puedes pensar en dos cosas. O bien en no morir, o en dejarte llevar. No existe nada más. No hay ninguna cuenta atrás, ni un montón de flashbacks montados en tu cabeza con una balada cutre de fondo.

Mientras yo me moría; sólo podía ver a Keila ante mis ojos. Era lo único en mi campo de visión. Y, joder, si tenía que morir; al menos lo haría con un buen último recuerdo. Recuerdo, en algún momento, haberle acariciado la mejilla tan sólo para asegurarme de que era real. De que estaba allí, delante de mí. Le había dejado la cara llena de sangre, pero ni se había inmutado.

En los últimos minutos de mi vida, no hubo nada más que ella.

Sin embargo, tras un buen rato en plena reanimación; mi cuerpo decidió responder. No supe bien por qué, pero me aferré a la vida con todas mis fuerzas. Tal vez porque me lo merecía. O puede que necesitase vivir un poco más con ella. Sólo un poco más.

Tampoco puedo decir con exactitud los días que mi cuerpo permaneció inmóvil tras la operación, ni cuánto tardé en despertarme. Los recuerdos están borrosos. Las luces de hospital eran lo único que lograba ver al principio. Tan cegadoras y potentes que me hacían desear regresar al coma. Sin embargo, siempre que recuperaba algo de consciencia; Keila estaba conmigo. A veces acompañada por los chicos, otras sola. Pero siempre estaba.

Las primeras palabras vinieron después. Me costaba mover la boca. Me costaba hasta respirar. Vivir se me hacía un reto, como si tuviera que aprender de nuevo.

—Keila... —murmuraba, cuando podía. Ella se me acercaba deprisa—. Keila, Keila...

Las siguientes semanas fueron poco a poco, y cuando llegué a casa ni siquiera la reconocía. Todo estaba más limpio que de costumbre, y podía suponer que era obra de Ethan. Se habían esforzado en darme una buena bienvenida, aunque yo en lo único en lo que pensaba era en meterme en la cama y seguir descansando.

El dolor del estómago empeoró con los días. La ausencia de morfina era el cambio más duro de la vuelta a casa, y no lo agradecía para nada. Pero, tal y como habían dicho los médicos; ahora sólo podía mejorar. Con ayuda y dedicación por parte de todos, pero podría.

El negocio estuvo algo parado durante aquellos meses. Yo era incapaz de hacer algo que no fuese idear estrategias desde casa, y Keila se esforzaba tanto en cuidarme y mantenerse a mi lado que perdía la concentración por momentos. Victoria fue quien nos sacó adelante por entonces. Salía a vender, y se preocupaba por mantener a todos a raya. Ethan, mientras tanto, solía enterarse de lo que se hablaba por la ciudad. Todos sabían que Fabrizio había caído, y con él todo Teppisti. No quedaba nada más que nosotros. Y, joder, qué bien sentaba haber ganado de una vez.

Pronto volveríamos a estar arriba del todo, sin competencia, sin preocupaciones. Tendríamos lo que siempre habíamos querido: la ciudad entera.

—No deberías fumar —murmuró Keila durante una de nuestras últimas noches de descanso. Yo, que ya lograba caminar -aunque cojeando y con ayuda de un bastón-, me había apoyado en el balcón para observar las vistas de mi ciudad.

En Roma había nacido. A Roma había regresado tras diecisiete años exiliado. Y en Roma moriría.

Torcí la cabeza para mirar a mi novia desde allí, y me sentí agradecido por estar vivo una vez más.

—Lo sé, pero es difícil ponerlo en práctica.

Keila se acercó a mí, a paso tranquilo, y me rodeó la espalda con uno de sus brazos, observando más allá del balcón junto a mí. Me arrebató el cigarrillo de entre los labios, llevándoselo ella a la boca.

—¿Qué haremos ahora? —la escuché preguntar.

—Primero, tomarnos unas buenas vacaciones. Nos vienen bien.

Ella asintió, sonriente. Todos necesitábamos vivir un poco más. Y ahora, sin Fabrizio, no tendríamos problema alguno para ello.

—¿Y después, Damiano?

Mantuve el silencio durante unos segundos. Después. ¿Qué haríamos después? Trabajar. Vivir. Eso estaba claro. Pero... ¿Qué haríamos realmente? Le besé la sien, apoyando la cabeza sobre la suya propia.

—Tenemos tiempo para averiguarlo.

Y así era. Por un momento, y tras tanta guerra, se me olvidó el poco tiempo que llevábamos realmente en Roma. No había pasado ni un año y ya nos habíamos alzado victoriosos, ahora con Keila a nuestro lado. ¿Quién sabría lo que podríamos llegar a conseguir, o adónde lograríamos ir? Había muchas decisiones por delante, y un centenar de caminos a seguir. Lo único de lo que estaba seguro era que quería hacerlo junto a mi familia. Y de que, hiciéramos lo que hiciéramos; lo haríamos bien.

—Otros como Fabrizio vendrán —murmuró Keila. Tenía razón, pero en aquel momento ni siquiera eso me asustaba.

—Que vengan. Los estaremos esperando.

Recordé entonces la pistola que le había regalado meses atrás. Con aquel grabado que, aunque fuese un mantra para ella, para celebrar su valentía y animarle a matar a ese cabrón; nunca había tenido más sentido para nosotros.

Il coraggio non ci manca.

No nos falta coraje.

Nunca nos había faltado.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora