𝐈.

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Damiano.

Roma. La ciudad eterna. Habían pasado diecisiete años desde la última vez que pisé sus calles, y no la había añorado ni un sólo segundo. No echaba de menos a mi padre lanzando gritos por el minúsculo apartamento en el que vivíamos, ni a mi madre suplicándome que no me quejase por la poca comida que nos llevábamos a la boca, pues eso siempre era motivo de discusión en casa y después, de una buena golpiza. Mi madre había muerto pocos años después, y yo me había largado a vivir con mi tía cuando los juzgados italianos habían declarado al alcohólico de mi padre no apto para la crianza de un niño. No habría podido cuidar ni de una mosca si se lo hubiera propuesto.

Había acabado viviendo en la región de Calabria. Y, cuando comienzas a conocer un lugar con cinco años, se acaba convirtiendo en tu hogar y dejas todo lo que llevabas de tu vida pasada atrás. Tampoco es que tuviera muchos amigos en Roma. ¿Qué me iba a frenar de olvidarme de la ciudad y enamorarme por completo de la costa del sur de Italia? Absolutamente nada. Sin embargo, los años habían ido pasando y, aunque no pesaban tanto como para llegar a sufrirlos, el destino y algunos ambiciosos planes de futuro me habían vuelto a arrastrar hasta mi ciudad natal. No podría averiguar si eso me hacía feliz o desdichado, pero tampoco me esforzaba mucho en pensarlo. Los recuerdos estaban enterrados, y no había nada de Roma que fuese a golpearme con ellos. Ni siquiera sabía si mi padre seguía vivo o había muerto alcoholizado en algún callejón de los barrios bajos de la ciudad. No lo sabía, pero tampoco me importaba. Es más, tal vez deseaba incluso que hubiera muerto. Así no molestaría.

Me había metido en la cabeza que los motivos por los que regresaba a Roma eran exclusivamente laborales, lo cuál no era ninguna mentira. Pero el primer día que llegué pude sentir un cosquilleo en el abdomen, como si mi cuerpo sí que hubiese echado de menos la ciudad. Sus olores, su color.

Habíamos comprado un apartamento en Esquilino, que usaríamos como piso franco y lugar de trabajo, por así decirlo. Pero nuestro verdadero hogar se situaría a las afueras de la ciudad, a varios kilómetros de la zona. El alquiler era caro, pero nos lo podíamos permitir después del esfuerzo de los años anteriores. Teníamos dinero y medios. No necesitábamos los contactos; por algo habíamos viajado los cuatro juntos. Era la mejor opción a la hora de comenzar a asentarnos. Y eso nos dedicamos a hacer durante los siguientes días.

No hubo mudanza. La casa tenía los muebles y habitaciones suficientes, y tan sólo necesitamos transportar algo de ropa. El transporte de la mercancía directamente hasta el apartamento de Esquilino fue mucho más costoso, pero no tuvimos dificultad para introducir todo lo que queríamos y continuar guardando las apariencias. Siendo fantasmas, al menos durante el tiempo necesario como para controlar la ciudad. Porque eso haríamos.

De haber sabido que no éramos los únicos con ansias de liderar el barrio, tal vez hubiéramos escogido otro. O puede que no, pues éramos conscientes de que podíamos competir con quien se nos pusiera delante de las narices, fuera quien fuese. Y, aunque en un principio no teníamos ni idea de que ya había alguien moviéndose por la ciudad, tampoco nos resultó una verdadera sorpresa. Roma nunca había estado vacía. Ni antes de nosotros, ni después.

No tenía ni la más mínima idea de cómo se llamaba esa banda de poca monta que pretendía quitarnos el espacio que habíamos comenzado a construir, pero su bienvenida no fue la más cálida que hubiéramos recibido.

Aún había algunas cajas dispersas por el salón del apartamento cuando el timbre de la puerta resonó por todas las estancias. Ethan, que se había propuesto arrancar una buena parte del parqué del salón para guardar el dinero, fue el primero en levantar la vista, pero Victoria estaba más cerca de la puerta y no tardó nada en llegar hasta ella y abrirla. ¿Qué sería? ¿Una cestita con frutas?

Nada más lejos.

Victoria no tardó en regresar al salón con una caja de cartón precintada entre las manos. Todos parecimos clavarle la mirada como si estuviéramos pasando por esa curiosidad que tiene todo niño en víspera de navidad.

—¿Tenéis algo para abrirla? —la dejó en el suelo, delante de todos nosotros. Y, al no obtener respuesta, prácticamente arrancó la cinta americana con sus propias manos.

—A lo mejor es un perrito —murmuró Thomas con un tono socarrón, desenfadado. Qué gracioso. Tanto, que Victoria fue la única que echó una risita completamente fingida, que sorprendentemente el rubio se creyó.

—Ábrela ya.

La caja era pequeña, y no parecía pesar demasiado. Cuando me asomé a observar su contenido necesité un momento para atar cabos. Ethan se adelantó a vaciarla, mostrándonos a todos su contenido. ¿Eran fotos nuestras? Casi una decena. En la calle, desde la ventana del apartamento. En cualquier parte. Fotos completamente enfocadas, centradas en nuestra persona. Tomadas a propósito.

—¿Qué cojones...? —Victoria seguía patidifusa. Miraba las fotos como si nunca se hubiese visto a sí misma. Aunque no la culpaba por estar sorprendida. Yo aún no había podido siquiera averiguar a qué venía ese regalito.

—Esperad, hay algo más —Ethan seguía con las manos en la caja, y pronto sacó cuatro objetos metálicos, minúsculos. Necesité acercarme un poco más para verlos bien.

Casquillos de bala. ¿Era una amenaza? ¿En serio habían sido capaces de amenazarnos en nuestra propia casa? No tenían ni idea de dónde se estaban metiendo. Puede que acabásemos de llegar, pero ninguno de nosotros era estúpido. Y tampoco tan fáciles de asustar.

El último obsequio lo saqué yo mismo. No era más que una tarjeta blanca en la que tan sólo se podía leer una única frase. Clara y concisa.

Primer y último aviso.

Teppisti.

—¿Quién coño se han creído? —Victoria estaba de los nervios. Caminaba hacia un lado y otro del salón.

—Eh, Thomas. Busca en Google este nombre —le pasé la nota a mi compañero, y no tardó en ir directo a su teléfono para seguir mis órdenes.

Mientras tanto, volví a echarle un vistazo a las fotos. Nos habían estado siguiendo desde el primer día que llegamos a la ciudad, prácticamente. Y más les valía no intentar jugar con nosotros si no querían arrepentirse.

Me senté en el sofá, intentando pensar. Teppisti. Vaya nombre más ridículo. Teníamos que estar tratando con críos de parvulario si pretendían impartir miedo con un nombre como ese. Aficionados. No sabían dónde se estaban metiendo. Puede que llevasen más tiempo en la ciudad, pero eso no significaba nada. Habíamos llegado, y el territorio sería nuestro tarde o temprano. ¿Querían pelear por él? Adelante. Que lo intentasen.

Thomas levantó la mano como si estuviéramos en el colegio. Estaba hecho un circo. No necesité darle permiso para hablar.

—Creo que es una banda criminal, o algo así. Aquí hay un montón de movidas de robos, contrabando, palizas... Un poco de todo —fue diciendo sin despegar la vista del teléfono.

—Quemad la caja y dejadla en la puerta. Si han llegado hasta aquí, también esperarán una respuesta.

Esa fue la primera amenaza que recibimos de Teppisti. Cuando aún desconocíamos lo que significaba, o lo que traía consigo. No teníamos miedo de nada, pero tampoco éramos del todo conscientes de que tal vez no nos enfrentábamos a una banda de colegio.

La caja ardió, dejando todos los restos carbonizados justo donde les había ordenado a los demás que la dejaran. Y estoy seguro de que pudieron verlo. Al igual que en aquel exacto momento estaba seguro de que una guerra se avecinaba. Y nosotros habíamos llegado para ganarla.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora