𝐗𝐗𝐗𝐈𝐕.

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Keila.

Menudo coñazo había sido aquella noche de chicas con Vic. Lo único que había hecho había sido hablarme de su hermanastra, Sienna, todo el tiempo. Todo. El puto. Rato. Yo no me quejé, al menos no en voz alta; pero agradecí que después de esas interminables horas se le ocurriera salir a beber. Aproveché para tomarme un par de copas de más, y entre risas ebrias conseguí acercarme mejor a la rubia.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Vic? —le sonreí. A lo mejor estaba a punto de pasarme de la raya.

—Claro, claro. Dispara.

—¿A ti te gusta tu hermanastra?

No, es coña. No le pregunté eso. No de forma... Tan directa. Fue algo más parecido a esto:

—¿A ti te molan más los tíos o las tías?

La escuché reír alto, acabándose su cerveza de un trago. A mí nunca me había gustado una mujer, aunque sí que había experimentado alguna que otra vez. No era lo mío. Pero eran preciosas. Y mucho más de fiar que los hombres.

—Va, Vic, contesta.

—¿Es que te molo y estás preparando el terreno?

—Puede —bromeé, y ella se encogió de hombros.

—Puede que un poco más las tías. Pero no me suelo fijar en el género, ¿sabes? Sólo en si... tienen pinta de ser buenos o no en la cama.

Aquello no había respondido a mi pregunta. Y Keila ebria, o sea yo en aquel momento, necesitaba respuestas.

—Y... en plan... ¿Te gusta alguien ahora?

—¿Qué intentas?

—¿Yo? Oooh... Naaada.

—Keila.

—¡Pero si son los chicos! —exclamé, correteando hasta la espalda de Damiano.

Le besuqueé la nuca, con cariño. Aquella fue nuestra última noche antes de la guerra. La acabamos en casa, todos borrachos y casi tirados por el suelo. Thomas se unió de forma tardía; pero era el que más rápido acababa sopa. Mi pequeño Thomas.

Si no hubiese sido por el alcohol, estoy segura de que ninguno de nosotros hubiera pegado ojo en toda la noche. De todas formas, los nervios nos despertaron con la salida del sol por el horizonte. Escuché a Thomas vomitar en el baño, y luego fue el turno de Victoria. Aquel día fue... Denso. Todos teníamos una resaca de la hostia, y nos pesaba la cabeza. Estuvimos los cinco tirados en el salón, viendo una serie de mierda que echaban por la tele. Damiano me metió algo de mano, y yo no me quejé.

Estábamos todos ansiosos y, a pesar de la lentitud de las horas... el día acabó llegando.

No quise salir de la cama nada más abrir los ojos, por lo que me abracé al cuerpo de mi novio, inspirando su olor. Él me acarició el pelo, y me di cuenta de que llevaba despierto mucho más rato que yo.

—¿Estás nervioso?

—Pase lo que pase hoy, Keila, habrá sido por una buena razón.

Sus palabras no consolaban el nudo que se me había hecho en el estómago. Morir era una posibilidad. Fabrizio podría mandar a sus hombres a tirotearnos nada más poner un pie en esa fiesta. Porque estaba claro que sabía que iríamos.

Es una trampa..., recordaba las palabras de Ethan. ¿Y si lo era? Una trampa, una trampa, una trampa...

—No quiero morir esta noche, Damiano.

Me abrazó, y no volvió a abrir la boca hasta después del desayuno. Incluso Thomas estaba más apagado. Se notaba hostil el ambiente; y es que era ese el efecto de los períodos bélicos. Esa noche se derramaría sangre. Y estaba en nuestra mano decidir qué bando perdería más hombres.

Ni siquiera nos sentamos juntos a comer. Después debíamos estar más unidos que nunca; pero en aquel momento necesitábamos prepararnos para lo que estábamos a punto de hacer. Y es que, realmente, existían dos finales en este conflicto: Alte Vette o Teppisti.

Llegada la hora, nos vestimos todos en nuestros respectivos dormitorios. Damiano me ayudó con la pajarita, y yo acabé de plancharle el traje con las manos. Se había puesto una sombra preciosa negra en los ojos que, con la máscara, iba a quedar increíble. Aproveché por fin el primer momento del día en el que nuestros ojos se encontraron, firmando la paz con un beso.

—Estás increíble, Dami.

—Eres lo mejor que me ha pasado nunca, Keila.

Ethan condujo hasta la gran mansión de Fabrizio, que estaba a rebosar de invitados. Se respiraba elegancia, aunque todas las miradas estaban puestas en nosotros. ¿Cómo no? Íbamos puto conjuntados, joder. ¿Quién más haría algo así? Dentro llegó la hora de separarnos, aunque supe que Damiano no me quitaría el ojo de encima. Logré mezclarme entre la gente como una más, al igual que mis compañeros. No recuerdo en qué momento de la noche los perdí de vista; pues había reconocido a uno de los hombres de Fabrizio entre nosotros. Alto, delgado. Rapado casi al cero y con una ceja partida. Lo reconocí por eso mismo; porque esa ceja se la había partido yo en su momento. Disimuladamente seguí su rastro, que parecía apartarse del gentío. Les fallé a mis compañeros, a Damiano, al irme yo sola detrás de alguien que estaba a punto de llevarme hasta Fabrizio. Era una locura, pero la adrenalina me corría como fuego por las venas. Estaba a punto de conseguirlo. Lo mataría por fin.

Caminé tras él por los largos pasillos de la mansión, y acabé en una gran sala, que estaría vacía de no haber sido por la sobrecargada decoración barroca de sus paredes y una silla en el centro. ¿En qué momento ese cabrón había conseguido tanta pasta? Y, entonces, me di cuenta de que acababa de entrar en la boca del lobo, cayendo de pleno en una trampa. Esa trampa de la que había hablado Ethan la había preparado específicamente para mí. La gran puerta de madera se cerró detrás de mí, y una figura larga y ruda salió casi de la nada, sentándose en aquella silla bañada en oro. Era él.

Fabrizio, Fabrizio, Fabrizio.

—Joder, sí que te reventé bien la cara —fue lo primero que emanó de su boca, seguido de una ronca risa.

No podía mirarlo. No podía. Había arruinado nuestro plan; era una cobarde. Una estúpida. Y sólo me quedaba... sucumbir a él.

Sucumbir a Fabrizio.

—Te había echado de menos —dije, acercándome hasta él. Me dejó sentarme en su regazo, aunque no dejé que me tocara.

—¿Me habías echado de menos, nena? ¿Entonces por qué has venido con ellos?

—Nos invitaste a todos, ¿no? Así... te será más fácil acabar con ellos. Más rápido.

—¿Y por qué será que no me fío de ti, Keila?

—No lo sé.

—No lo sabes...

—¿Qué tengo que hacer para que te fíes de mí, entonces?

Fabrizio alzó la mano, haciendo una seña al gilipollas que trabajaba para él. Salió por la puerta de madera.

—Quiero que mates a ese hijo de puta que me ha dejado en coma casi un puto mes.

—¿Quieres que mate a Damiano?

—Quiero que le vueles la cabeza delante mía. Y entonces todo esto será tuyo. Yo lo seré. Y volveremos a ser Fabrizio y Keila... Como antes.

—Entonces tráemelo, y lo mataré. Me da igual. Siempre me ha dado igual.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora