𝐗𝐗.

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Keila.

Llegaba diez minutos tarde a la cena. Ya estaba arreglada. Era algo sencillo, en tonos oscuros. Sabía que, de haberme puesto algo más colorido, habría quedado más fuera de escena de lo que ya iba a estarlo.

Pensaba que Fabrizio no estaba en casa, pues desde mi llegada todo había permenecido en un extraño silencio. Me incomodaba aquello, así que decidí poner algo de música.

Abrí la cómoda, retirando el fondo falso. Les había comprado un regalo a cada uno de los chicos de Damiano. No para intentar comprarme su amistad, o su confianza. Sino para decir eh, estoy aquí y soy de los vuestros ahora.

A Ethan le había comprado una pitillera, en un tono bronce precioso y con algunos grabados mitológicos. A Thomas un juego de la play, ya que Damiano me había comentado decenas de veces lo viciado que estaba a la consola. Con Victoria había sido más complicado. Sabía que iba a ser la más difícil, la más temperamental.

Para ella conseguí una chaqueta de cuero sintético, marrón oscuro, de las mejor marca italiana en todo Roma.

Y para mi chico, dos pulseras. Eran un hilo rojo, el hilo del destino. Era una chorrada súper cursi. Pero así, todo el que nos viera, sabría que estábamos unidos por más lazos que la mayoría.

Tras guardar todas estas cosas en una bolsa, me dirigí hasta la salida. Pero algo me agarró del pelo, tirando hacia atrás, que me detuvo e hizo que perdiese el equilibrio. Mi cabeza chocó contra el suelo en un golpe seco, e incluso pude notar el crujir de mi pómulo contra la madera.

Fabrizio se acercó para inspeccionar la bolsa, sacando todos y cada uno de los objetos de ésta.

—Eres patética, ¿lo sabías? —dijo sin siquiera mirarme, tirando los regalos al suelo como si fueran basura.

—Fabrizio...

Iba a estallarme el cráneo del dolor. Me había quedado paralizada, sin entender por qué mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Pero no iba a detenerse. Volvió a agarrarme del pelo, golpeándome el rostro contra el suelo. Las heridas que ya habían cicatrizado volvieron a emanar sangre casi a borbotones.

—¿Ibas a dejarme por ellos, nena? —murmuró cerca de mi oído.

Creo que aquel fue el segundo momento en el que de verdad temí por mi vida. Aunque, para entonces, supe que Fabrizio sí sería capaz de arrebatármela sin pestañear. No quería morirme. No cuando estaba tan cerca de lograr ser feliz por fin.

Pensé en Damiano, en cómo sus chicos debían estar ridiculizándolo.

No deberías haberte fiado de ella, es el enemigo.

Ese sentimiento me mató por dentro. Me sentía muerta en vida, y con cada golpe pensé que pronto encontraría sepultura. Aquella no era la forma en la que quería irme, a manos de ese cabrón hijo de puta que lo único impresionante que había hecho en su vida era levantarse por las mañanas y conseguir mear de pie.

—Dime, ¿te ibas a ir con ese niñato que te está robando el dinero? ¿Que te traicionaría sin pensárselo siquiera?

Eso no es verdad...

—Te quiere a su lado para que no podamos hacerle la competencia, y poder ser el puto amo de las calles. ¿O es que eres tan tonta que te has pensado que eso era amor, Keila? Dios, eres una zorra. Una hija de puta, ¿lo sabes? Yo te lo he dado todo, y tú ibas a irte con el primer tío que te llena la cabeza con mentiras. Lo único para lo que te quería era para fardar de que el enemigo ahora se la chupa.

Me quedé en silencio, pensando entonces en la existente posibilidad de que todo aquello fuera cierto. El único sabor que notaba en la boca era el de mi propia sangre.

No, Damiano no era así. Damiano me quería. Joder, me quería, y yo iba a irme sin poder despedirme de él siquiera.

Si Fabrizio iba a matarme, necesitaba saber las consecuencias. Damiano no iba a descansar hasta arrancarle cada parte de su ser para dejar que se pudriese. Y lo haría por mí. Pero eso no me devolvería a él.

—Él... Me... Quiere —logré articular palabra.

De su garganta emanó la risa más cruel que yo haya oído jamás. Me asestó otro golpe contra el suelo. Yo ya no podía siquiera respirar.

No sé si sintió algo de pena al verme así, o si simplemente pensó que al dejarme allí tirada en el suelo moriría más lentamente; pero me dejó sola. Era perfectamente consciente de que yo no podría levantarme para marcharme de allí, pero luché con todas mis fuerzas para no quedarme inconsciente.

Escuché a Fabrizio hablar por teléfono, descojonándose de mí con sus demás secuaces. Contaba que la muy guarra de su novia había estado comiéndosela al niñato de Roma. Más risas. Por el sonido del hielo, supuse que se habría bebido más de cinco copas. En algún momento de la madrugada cayó dormido en la cama.

El paso del tiempo cuando estás intentando no morirte es muy lento. Para mí, toda la línea temporal en la que Fabrizio hablaba por teléfono hasta que se iba al dormitorio era confusa, como a trompicones. Todo eso debió de pasar en un margen de un par de horas; pero a mí me parecieron días.

¿Se habría ido a dormir pensando que tendría a una muerta en su puto salón de estar? Era un degenerado de mierda. Paseándose, mirándome sufrir. Nunca había visto esa faceta de él, y deseaba haber podido levantarme para rajarle el cuello de oreja a oreja.

Si no moría, lo haría. Juré que sería yo quien matase a Fabrizio.

Aprovechando el silencio, traté de arrastrame por el suelo. Notaba la cara hinchada, tirante por la sangre seca. Moverme era como intentar levantar un peso muerto, y yo no tenía fuerzas para eso. Pero seguí intentándolo. Segundos, minutos, horas. Tenía que llegar a mi puto teléfono antes de que Fabrizio despertase.

Logré entonces coger algo de ritmo. ¿Dónde coño había dejado mi teléfono? En el bolso. ¿Y el bolso? En la otra puta punta del salón. De no haber estado tan malherida lo hubiera alcanzado en cuestión de milésimas. Pero ahora tardaría más de lo que nunca me hubiese podido imaginar.

Cuando estuve lo suficientemente cerca del bolso, tiré con suavidad de la correa. Abrí la cremallera, tomándome mi tiempo, y saqué el móvil. Lo pringué todo de sangre al llevármelo a la oreja.

—D-Damiano... Damiano...

—¿Keila? —escuchar su voz fue como quitarme un peso de encima. Comencé a sollozar, tratando de no hacerlo demasiado alto.

—Lo sabe... Lo sabe... N-No puedo... No puedo moverme...

—Dios mío —murmuró. Escuché cómo a través de la línea se levantaba, comenzando a calzarse—, mándame tu dirección. Ya, Keila. ¡Ya, joder, cielo!

Hice lo que me pidió. Me quedé entonces boca arriba, observando el salón. Yo siempre había sido la encargada de la decoración, de mantenerlo todo limpio. Ordenado. Me daba paz.

Me quedé fija mirando el único cuadro que yo no había colgado. Ese cuadro era cosa de Fabrizio. Su lema.

Roma non praemiat traditoribus.

Roma no paga a los traidores.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora