𝐗𝐈𝐈.

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Keila.

Los efectos de la coca ya eran casi imperceptibles en mi sistema. El único rastro de euforia que quedaba en mí, era la excitación de estar allí. Frente a él, en la puerta de su puto apartamento.

En las horas que había salido de su campo de visión, me había dedicado a perseguir a los yonquis que salían de la fiesta.

La coca a treinta.

Las pastillas a quince.

El cannabis a cinco pavos el puto gramo.

Era listo. Pero yo lo era más.

—¿Así que has venido hasta aquí para despedirte? —me preguntó.

Te la acabo de jugar, y sólo puedo pensar en besarte.

—¿Tienes tabaco?

Así conseguí que se acercase a mí, agarrándole por el cuello de la camisa para mantenerlo quieto y besar sus labios. No lo hice con fuerza, ni en un acto impulsivo de lujuria. Lo hice con calma, como si tuviese todo el tiempo del mundo y necesitase emplearlo en recorrer su boca. Nuestras lenguas se encontraron poco después, y la suya se hizo presa de mi cuerpo.

Sin embargo, me aparté. Le arrebaté la pitillera, colocándome un cigarrillo en los labios. Él, con los labios ahora enrojecidos, soltó una compungida risa antes de encenderme el cigarro.

Nos noté cómodos fuera del ambiente de la fiesta, como si fuésemos dos personas completamente normales que empezaban a conocerse.

Ojalá lo hubiésemos sido.

—Eres una capulla. Te lo juro por Dios.

—Lo sé.

—Lo sabes. Claro que lo sabes.

Le sonreí de vuelta, y me acompañó fumándose otro cigarro. No hablamos demasiado. ¿De qué íbamos a hacerlo? Mi mente sólo estaba funcional para que me hiciera suya antes de volver a casa.

Me invitó a subir, para pronto descubrir que no era allí donde vivían. Era su local de trabajo.

—Lo del chico ese... —traté de volver a decir.

—No quiero hablar de eso ahora.

Asentí, dejándolo estar. Y toda esa calma desapareció en cuanto noté sus manos acariciarme el vientre. Me había rodeado por detrás, dejándome algo de espacio para colocarle el culo directamente contra la polla.

Eso era lo que quería. Lo que queríamos. Lo que habíamos estado saboreando toda la noche, y estábamos a punto de culminar.

Me levantó el vestido, introduciendo una de sus manos por debajo de mi lencería. Eran grandes, suaves. Y sabían lo que hacían. De mis labios emanó un suspiro cuando lo noté dentro de mi cuerpo. Nunca había disfrutado tanto de nadie.

Me llevó a la cama, donde acabó de desvestirme.

Yo hice lo mismo con él, dejándole a mi vista. Tenía tantos tatuajes que no me dió tiempo a contarlos. Acerqué mi boca directamente a su pecho, encontrándome con un sabor metálico. Tiré de aquel piercing con los dientes, y él jadeó al compás de los besos que estaba dejándome en el pelo.

Aparté la boca, buscando desesperadamente la suya. Se encontraron con una fuerza descomunal, que juraría no haber usado con nadie antes.

Antes siquiera de poder rogarle que me follase, su cuerpo ya había encontrado el mío, y me empujaba con fuerza contra la cama.

Estuvimos un buen rato así, follando como dos animales en celo. Y agradecí que me dejase terminar, gozando con él de aquel encuentro.

Me arrepentí de haber ido justo después de que cayese dormido junto a mí. Lo había disfrutado tanto, que me sentía culpable de lo que estaba a punto de hacer. No lo hubiera hecho, de verdad, si la cosa no hubiese estado tan jodidamente fácil.

Así que abandoné su cama, buscando entre las facilidades del apartamento alguna pista. Algo que me ayudase a no acabar muerta de hambre, sin clientes. Y seguramente muerta a manos de Fabrizio por no haber sabido llevar la puta situación a flote.

Aquello estaba mal. Muy mal. Damiano dormía tranquilamente, y yo estaba traicionando esa confianza que me había dado para irrumpir entre sus papeles.

Caminando por el salón, una madera crujió bajo mis pies con algo más de fuerza. Volví a caminar sobre ésta, ahora intrigada. Estaba suelta.

Me agaché, tratando de no hacer demasiado ruido al levantarla. Y sentí una mezcla de emociones entonces; como si acabase de tocarme la puta lotería, y como si acabase de hacer la mayor putada del mundo.

Saqué de aquel hueco una caja metálica negra. Dentro, cuatro tarjetas identificativas:

Damiano David.

Ethan Torchio.

Victoria de Angelis.

Thomas Raggi.

Todos originarios de fuera, menos Damiano. Damiano era el único romano de la banda.

Me guardé su identificación, dejando las tres restantes en la caja. Y lo segundo que me llamó la atención fue la puta barbaridad de dinero que escondían bajo el suelo. Eran miles, y miles de euros. Se me encogió el corazón, sin palabras siquiera para articular lo victoriosa e hija de puta que me sentía.

No quería su dinero. Allí ya había hecho suficiente.

Sin embargo, cuando dejé todo perfectamente colocado, y ya me había levantado para irme, unas manos me rodearon el cuello.

Damiano estaba allí, pegado a mi espalda, y con una navaja apretándome tan fuerte contra la piel que notaba el escozor de la herida recorrerme la nuca.

—Eso no se hace, Keila —murmuró, pegado a mi oído. Traté de moverme, y eso sólo hizo que el filo desprendiese olor a metálico de la sangre—. Pensaba que de verdad habías venido a despedirte. A follar. Pero necesitaba comprobar que no me estabas mintiendo.

Lloriqueé, y fue el primer momento en que sí temí por mi vida.

—Sólo... Quería... Saber quiénes érais.

—Me habías hecho creer que podía confiar en ti. 

—No me mates. No me mates. Por favor. Por favor.

No me mató. Pero el golpe que recibí contra la sien fue suficiente para hacerme ver las estrellas.

𝐫𝐞𝐝𝐞𝐦𝐩𝐭𝐢𝐨𝐧 🂲 damiano david.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora