9.

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—Es aquí.

El chófer frena frente a la pequeña casa de Federica. Ella me mira de reojo y me agradece por traerla, bajándose del carro al siguiente segundo. Yo la imito y la alcanzo, tomándola del brazo.

—Oye, uhm, en serio... —balbuceo, rascándome la nuca—... Gracias por omitir información sobre los primeros días. No sabes lo que significa para mí.

—Como te dije antes, he visto tu esfuerzo. Lo demás, como el trabajo, también se mejora —dice, suavizando sus facciones—. Nos vemos luego, Sebas.

—Me gusta cuando tú me llamas Sebas —admito y me maldigo en el interior por dejar escapar eso de mi cabeza—. Porque sé que estamos en buenos términos, el Sebastián siempre me ha sonado a regaño —agrego de inmediato, mintiendo en gran parte.

—Entiendo —dice, riéndose un poco—. Buenas noches.

Mi mano viaja a la suya mientras nuestras miradas conectan. A pesar de lo oscuro que es, puedo ver sus mejillas sonrosadas y me acerco con lentitud, notando que se tensa de inmediato.

Abre la boca para decir algo, pero no sale sonido alguno cuando mis labios se posan en su pómulo, dejando un casto beso que dura más de lo que debería. Mi corazón se torna intranquilo y me alejo al no saber cómo denominar lo que siento en estos momentos. Solo sé que su mejilla no es precisamente lo que se me antoja besar.

Sus dos grandes y pardos ojos me miran con sorpresa y termina dándose media vuelta con torpeza, mirando dos veces tras su espalda: mirándome.

—Intenso —murmuro, un poco confundido.

Me adentro de nuevo en el carro y durante todo el trayecto a casa solo puedo pensar en cómo se siente la cercanía de Fede, mirar sus ojos y que estos sean un reflejo de lo que los míos expresan.

Sacudo la cabeza, espantando los pensamientos ridículos que me invaden. Tengo que repasar quien es Federica: testaruda, orgullosa, mandona e irritante. Debo recordar que no la soporto. Solo fue un beso corto, un roce. Nada importante.

Y lo que significa: gané la pasantía porque la condenada siente algo por mí. Ahora, solo espero que no sea amor porque todo se volvería demasiado... incómodo.

Llego al departamento, sorprendiéndome al ver el living solo. Dejo la chaqueta de jean sobre el espaldar del sofá y me acerco a la puerta de la habitación de Montse, tocando la misma.

— ¿Mon? ¿Estás? —pregunto, acercando mi oído a la madera.

—Sí, quiero estar sola así que no chingues, por favor —su voz sale un poco ahogada y puedo sentir cierto tono melancólico.

—Hey —la llamo y muevo la manilla, intentando abrir la puerta pero tiene seguro puesto—. Mon, soy yo. ¡Vamos! Sabes que puedes contarme lo que sea.

—En serio quiero, necesito estar sola, Sebastián —enfatiza.

—Está bien, te dejaré en paz si prometes que esas lágrimas que estás derramando no tienen un nombre y apellido con nacionalidad colombiana —le digo.

Silencio. No escucho nada por unos segundos y luego el seguro quitarse. Abro la puerta, observando a mi hermana sentarse en la cama con un envase de helado y abrazando a un cojín. Sobresale su labio inferior, haciendo un gesto infantil que se vería tierno si las lágrimas en sus ojos fuesen porque papá o Mau no le dieron permiso para comprarse el último IPhone.

Me siento a su lado y ella cae sobre mi pecho, sollozando. Mis brazos se enroscan en su alrededor y la estrecho contra mí. Su cuerpo se sacude bajo nuestro abrazo y me parte el alma verla llorar una y otra vez por un pendejo que no le corresponde de vuelta.

Caricias de chocolate | Libro 2 | Trilogía "Gastronomía del placer". (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora