Capítulo 2

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A sus veintisiete años Antonio ya era una persona totalmente madura, pero a pesar de ello seguía viajando permanentemente en sus sueños. Se había licenciado en Historia y Filosofía, y había entrado a trabajar en el único museo de la Ciudad que aún seguía en pie. Rápidamente había ascendido, y con veinticinco años le nombraron conservador  jefe del Museo Nacional de Historia y Pensamiento, que a la sazón suponía ser el director del mismo, e incluso así lo llamaban habitualmente.


Como en casi todas las instituciones de la Ciudad Vertical, el gobierno ejercía una presión más que notable por dirigir las investigaciones que promovía el museo, así como los objetos que se exponían, con el fin de que los espectadores no reparasen demasiado en el pasado y se corriesen riesgos innecesarios.


El museo era uno de los lugares que visitaría el presidente francés Edouard Lapierre, por lo que un mes antes se había personado el propio ministro de Administraciones Públicas para inspeccionar qué era lo que vería el dirigente galo. El ministro era otro de los puros de las Grandes Familias.


Su aspecto, como el de casi todos los miembros de estos clanes, era ciertamente contradictorio. Su piel blancuzca contrastaba con unos ojos negros y profundos, viscosos en ocasiones. Su debilidad era manifiesta por su baja estatura y los huesos que se le marcaban en el rostro. Las Grandes Familias defendían que eran los ciudadanos más puros de toda la nación, por lo que debían ser los más poderosos; ostentaban el gobierno y dirigían las principales empresas privadas. En realidad tenían a todo el país bajo su yugo. Todos se parecían, pues en un acto de total desprecio por la mezcla, llevaban más de tres siglos uniéndose entre ellos mismos; primos con primas, tías con sobrinos e incluso hermanos con hermanas y, según se comentaba en los niveles más bajos, padres con hijas. Cuando algún miembro rebelde de una de las Grandes Familias osaba mezclarse con alguna persona ajena, el hijo era señalado como un mestizo bastardo y se encargaban de que no subiese nunca más del decimoquinto nivel, lo cual debía suponer una vida llena de desdichas. Tal vez por ello no se habían registrado casos de bastardos mestizos desde hacía un siglo.


A Antonio todo aquello se le antojaba una barbaridad. No estaba para nada de acuerdo con las teorías pregonadas por el Tribunal General acerca de la pureza, pero como tantos otros, no podía elegir, pues no conocía a nadie que no fuera de su misma raza. Los únicos mestizos que había en la Ciudad ocupaban los niveles más bajos a los que era imposible acceder; de hecho nadie en su sano juicio desearía descender a las profundidades de la Ciudad. Nadie en su sano juicio a excepción de Antonio, claro.


—Buenos días, querido Antonio. ¿Cómo está tu padre?


El ministro saludó amablemente a Antonio, pero ni siquiera le estrechó la mano. Los miembros de las Grandes Familias no mantenían contacto físico con ninguna persona ajena, ya que su frágil salud se lo impedía.


—¡Hola, Pedro! —dijo amablemente—. Pues la verdad es que hace mucho que no lo veo, siempre está trabajando. ¿Cómo está la familia? ¿Y tus hijas?


—Marta y Clara ya están hechas unas mujeres y los demás vamos tirando como podemos, ya me entiendes.


Marta y Clara eran las hijas de Pedro Valdés. Antonio las conocía de sobra y dudaba mucho que alguna vez llegaran a ser «unas mujeres». Tenían el mismo aspecto enfermizo de toda la familia, y es posible que viviesen tan poco como ellos. Las Grandes Familias vivían mucho menos que el resto de los ciudadanos, al menos de los niveles más abiertos. Ellos lo aducían a sus importantes trabajos y a que dormían tan solo dos horas al día. Nadie lo cuestionaba.

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