Capítulo 24

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Sonia y Antonio, agarrados de la mano, abandonaron la plazoleta al ver al presidente Lapierre volar por los aires colgado de una escalera. Corrieron entre los árboles sin seguir camino alguno y sin saber adónde se dirigían, con el único objetivo de huir del campo de batalla en el que se había convertido el poblado. El fuego había arrasado ya parte de la aldea y, en poco tiempo, tal vez se llevase por delante el bosque entero.

El lugar por el que huían no se diferenciaba mucho del resto del abismo; los árboles altos crecían hasta la cúpula y otros más pequeños impedían el trazo de un camino recto. Las ramas de hojas verdes, púrpuras y azules colgaban en arcos muy pronunciados hasta acariciar los rostros de los dos puros.

Al cabo de un rato Sonia se sintió lo suficientemente a salvo como para darse cuenta de su cansan-cio y, con un tirón sobre el brazo de Antonio, le indicó que se detuviera un instante. Los dos jadeaban en medio de la floresta, ocultos por los troncos y alejados ya del bullicio, el fuego y la sangre. Apenas podían respirar, ni mucho menos hablar, pero se miraban como si fuera la primera vez que se hubieran visto. Antonio tomó la mano de Sonia y la acompañó junto a un árbol. La mujer apoyó su es-palda contra el tronco y se dejó resbalar hasta quedar sentada sobre la alfombra de hierbajos, sin importarle rasgarse la ropa y la espalda.

Antonio, un poco más recuperado, deambuló en busca de un camino o una senda por la que continuar la escapada. Lo cierto era que no sabían adónde se dirigían. Habían corrido por miedo, por pánico a lo que estaba sucediendo en la aldea, y ni siquiera se habían planteado que lejos de los mestizos, sobre todo de Monique, era poco lo que podían hacer en plena naturaleza salvaje, esa que habían temido durante toda su vida y que solo en los últimos días habían podido conocer.

A Antonio le daba la sensación de que el bosque era exactamente igual mirase hacia donde mirase. En realidad se le asemejaba mucho a la Ciudad Vertical, pues recordaba desde su juventud, y durante su época de universitario, sentarse en los inutilizados bancos de las escasas plazas a observar la Ciudad, y no diferenciar cuándo se sentaba en un banco del sector oeste de cuándo lo hacía en uno del sector norte; aquellas estilizadas líneas oscuras, verticales, los cristales tintados, las pasarelas, las aletas... siempre pensó que si no fuera por los transmisores, los callejeros digitales y los indicadores de posición, la Ciudad Vertical sería todo un laberinto.

Unos minutos de exploración le sirvieron para comprobar que no había camino alguno que seguir, y que al menos parecía que estaban solos y alejados de la destrucción. Suponía que si continuaban caminando en la dirección que habían seguido hasta ese momento, llegarían al final del precipicio por el lado opuesto al que habían llegado, pero, ¿habría alguna forma de subir por aquel lado? Solo conocían el camino de entrada, e imaginaba que de una forma u otra regresarían por el mismo sitio, pero en ese momento, volver a la aldea, era sinónimo de regresar a la batalla y quién sabía a qué otros horrores. Tampoco le seducían en modo alguno la piscina subterránea, la caverna de murciélagos, el lago reflectante ni el laberíntico bosque de espinas. Por lo que solo les quedaba arriesgarse y buscar una salida alejándose de la aldea.

De vuelta al árbol en el que descansaba Sonia escuchó un grito a su espalda. Corrió hacia la doctora, pero ella ya no estaba allí...


Sonia se había apoyado en el árbol y se había dejado caer literalmente hasta el suelo. No tenía fuerzas para nada, jamás había estado tan cansada. Antonio, que jadeaba a su lado, parecía mucho más entero, y en lugar de descansar caminó en círculos sin alejarse mucho del lugar. La pura lo veía ir y venir buscando algo como un poseso, pero se sentía incapaz de pronunciar palabra alguna. Finalmente Antonio desapareció como si la sala hipóstila que formaban los enormes troncos de árbol se lo hubiese tragado.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora