Capítulo 19

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Tras unas cuantas horas de camino a través del bosque sin ningún tipo de sobresalto, alcanzaron un estrecho riachuelito que descendía suavemente llevando agua fresca y limpia en la que revo-loteaban pequeños peces de colores. Los árboles, en aquella zona del bosque, cerraban sus copas en un abigarrado hermanamiento que apenas permitía la entrada de la luz del sol que, sin embargo, se filtraba entre las hojas salpicando de reflejos hojarasca, arbustos, hierbajos y plantas que se expandían por el terrero arenoso.

En aquel punto de la arboleda solo el torrente acuciaba con su sonido los oídos de los viajeros. Los pájaros que habían acompañado musicalmente todo el trayecto habían quedado silenciados y ya ni siquiera se movían las hojas secas del suelo anunciando lo que Monique indicó a los puros que debían ser lagartos, gusanos, conejos y ratones de campo.

John y Fabricio, con su aspecto de explorador amazónico, indicaron al resto de la comitiva que se agachase y mantuviese en silencio. Así lo hicieron Sonia, Antonio y Monique, ocultándose tras un an-cho tronco de uno de los árboles. Al instante comenzaron a escuchar un creciente sonido que procedía de la parte alta del riachuelo, un ruido como de pisadas que cada vez se hacía más claro y más fuerte.

Conteniendo la respiración, vieron a una mujer de piel morena y pelo enmarañado corriendo por la ribera del río. Parecía sumida en una enorme agonía y corría de forma desgarbada, como si hiciera ya algunos kilómetros que hubiera perdido todas sus fuerzas.

Esperaron unos minutos más por si alguien la perseguía, pero nada más perderse en la maraña de troncos y helechos, la sinfonía del bosque volvió a comenzar con sus cucos, conejos y rugidos.

—Si procedía de la zona alta, donde está el lago, habrá visto la nave de Edouard —dijo Fabricio en voz alta.

—Sí, pero no sabemos dónde puede encontrarse Lapierre, tal vez lo haya visto y por eso corra —apuntó la mestiza.

—Lo mejor será que nos separemos.

—No creo que sea una buena idea John —respondió Fabricio—. Debemos seguir riachuelo abajo, hacia dónde indicó el radar que se encontraba la segunda parte de la nave.

—¿Y Lapierre? —preguntó Sonia.

—¿A quién le importa Lapierre? Necesitamos alcanzar la segunda parte de la nave antes que los hombres de Ginés —dijo John mientras cargaba su arma y seguía el camino que describía la corriente de agua.

Sonia se quedó estupefacta y miró a Antonio buscando en él alguna reacción, pero el conservador seguía sumido en sus turbaciones y contradicciones.

Fabricio y John siguieron encabezando el reco-rrido, esta vez riachuelo abajo y a mucha mayor velocidad. Fueron siguiendo el rastro que había dejado la muchacha, paralelo a la vía acuática.

En el barro, además de los pies desnudos de la mestiza, había otras huellas de botas pequeñas. Ela-no consideró adecuado que, además de dar con la segunda parte de la nave, pudieran encontrar al pre-sidente, aunque había dejado de ser parte principal del plan; les servía igual vivo o muerto.

Sin embargo no sabía muy bien cómo iban a en-contrar la aeronave flotante. El radar les había indi-cado la posición, pero debía estar en las profundida-des del bosque, en un lugar totalmente invisible desde el cielo. En cambio, la otra mitad la habían visualizado a la orilla del lago norte, lástima que el gas que los mestizos franceses les habían enviado se encontrase en la cola y no en la cabina. No sabía con lo que se iban a encontrar.

Sonia se mostró cansada al cabo de unos minu-tos y pidió a Antonio que parase un momento. John y Fabricio siguieron su camino a gran velocidad mientras Monique se había quedado algo retrasada comprobando algunas huellas.

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