Capítulo 34

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No podía dormir. Dio cientos de vueltas sobre aquel colchón, cambió de postura innumerables veces e incluso paseó insistentemente dentro de la cabaña. Pero no podía dormir.

Decidió entonces salir fuera, explorar el nuevo mundo por la noche. El cielo estaba estrellado, más allá de la bóveda vegetal, y la Luna enviaba sus rayos reflejados sobre la Tierra. Ya conocía lo que había poblado abajo, por lo que se encaminó hacia lo más alto del lugar. El camino, sinuoso, giraba sobre sí mismo en rampas pronunciadas, esquivando aquí y allá el torrente de agua que des-cendía con fuerza pero que, al silencio nocturno, era tan solo un rumor repetitivo que calmaba y sosegaba a los habitantes de la aldea.

Todos dormían y solo las llamadas y avisos de los animales interrumpían la melódica nana del agua. Antonio caminó dejando a los lados de la senda aquellas construcciones de piedra y otras cabañas como la suya, pequeños templos de la soledad y el recuerdo. Los puentes que debía cruzar una y otra vez eran todos iguales, pero cuanto más ascendía, más bella era la vista de la Ciudad Brillante, construida sobre un acantilado sobre el que resbalaba aquella agua limpia y fresca.

Arriba, cuando ya no había más casas y el techo de ramas y hojas se podía tocar con la mano, el aire corría con mayor fuerza. Era un aire frío y seco que podía helar los huesos y el alma de cualquiera. Pero Antonio se sintió mejor; así, al menos, le costaba más pensar en lo que había sucedido.

La verdad, no por desconocida, había sido menos dura. Ya los mestizos le habían informado de las intenciones de su padre, pero en el fondo de su corazón, de forma inconsciente, albergaba la posibilidad de que fuera un malentendido. Sin embargo, nada más lejos de la verdad, había podido ver, en los ojos de su padre, en su mente, su pensamiento, ¡su alma!, que todo era cierto. Su padre lo despreciaba desde siempre. Aquel batido fue el primer trago amargo de su vida, pero no el último.

Todos los recuerdos revividos en aquella cabaña le habían confirmado el odio creciente de su pa-dre. ¡¿Por qué?! No podía saberlo, aquello no formaba parte de la verdad. Mas no solo su padre lo había odiado, por su mente habían pasado cientos de miradas, todas ellas iguales, miradas del ministro, de los agentes, de sus profesores en la universidad... todo el mundo lo había observado con desprecio en su vida, como si supieran que estaba condenado a ser el primero en dar el paso hacia la destrucción. Todas las miradas habían sido así menos dos: la de su madre y la de Adolfo.

Y allí estaba la otra cara de la verdad, la más oscura y dolorosa por tremenda que pareciera la otra: su padre lo había clonado e incluso lo había preparado durante años para cumplir sus aviesos objetivos. De hecho, pensaba eliminarlo como prueba de que los mestizos podían emponzoñarlo todo. Pero eso no era lo peor que había hecho su padre.

Cuando fue ascendido aquel día en el despacho de Samuel Pérez, después de la escena del batido, ambos habían ido a casa y se habían fundido en un abrazo con su madre. ¡Por fin las cosas irían bien! ¡Por fin serían felices juntos! Pero aquel mismo día, Antonio lo había revivido, la mirada de su padre escondía sus verdaderas intenciones. Tardó aún un tiempo, pero enseguida llevó a cabo sus planes familiares. Aquella mujer frágil, débil, llena de amor y de cariño, no le servía para su nueva vida en las alturas del nivel nueve. Ya antes de ser nombrado director de Seguridad y Mantenimiento había acabado con su vida.

Lentamente, con mucho sigilo, la fue sumiendo en la mayor de las humillaciones. Ginés frecuentaba casi a diario los burdeles del nivel siete en los que yacía con todo tipo de mujeres, incluyendo mestizas secuestradas directamente en el subnivel. Las humillaba a ellas también; las poseía hasta quedar exhausto, las pegaba, escupía y sabe dios qué otras cosas les podía hacer. A veces, incluso, las mataba como muestra de su inmenso poder.

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