Capítulo 7

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Ginés estaba como loco. Nadie lo había visto así nunca.

—¡Cómo tengo que decir que necesito a diez copias ahora mismo!

—Sí, señor —repetía una y otra vez una voz servicial al otro lado del transmisor.

—¡Encuéntrelo como sea! ¡Utilice a los mejores buceadores, clónelos o baje usted mismo al puto nivel veintinueve para localizarlo! ¿Me oye? Y quiero a las diez copias de inmediato en mi despacho.

—Sí, señor.

Ginés desactivó el transmisor móvil y lo tiró con violencia sobre mesa de cristal de su despacho. Giró la silla y descorrió las cortinas. La lluvia se iba transformando poco a poco en nieve y parecía fantasmear por el aire hasta que se estrellaba contra la ventana, el suelo de pasillos y pasarelas, o se filtraba entre estas para caer en alguna de las aletas de recolección acuífera.

Ginés podía verse reflejado en el cristal de la ventana. Su rostro era la pura imagen de la desesperación. Todo había salido mal y ahora, como siempre, le tocaría a él solucionar los errores ajenos. Al ministro, como al presidente, no le gustaban los problemas, y desde el mismo día en que pisó el despacho de Samuel Pérez, adjunto al ministro, cargo que ahora ocupaba él, había aprendido a no decir nunca no a sus superiores y aceptar sus órdenes como si fuesen las mismas leyes del Tribunal de Nueva York. Y todo eso solo se conseguía de un modo: para sus superiores nunca había problemas, todo se cumplía de la mejor manera, sin fallos. Así había logrado comandar toda la seguridad de la Ciudad, y así había conseguido que el ministro de Administraciones Públicas delegase en él todos los asuntos relacionados con la seguridad.

Él había sido el responsable de que los laboratorios de criogenización y clonación se sostuviesen, y el primero que había creído en su fuerza y utilidad. Consideraba a casi todos los que lo rodeaban unos necios hipócritas, pues solo vivían para ir de casa al trabajo y del trabajo a su casa, a visualizar esas estúpidas pantallas en las que se programaban cursilerías propias de un niño. Él se consideraba un hombre de acción.

Cuando era joven había tenido una esposa débil y angustiada y un trabajo monótono que le aportaba lo justo para que a su familia no le faltase nada y pudiesen sobrevivir en las tinieblas y las brumas del nivel dieciocho. Pero tras su golpe de suerte, se había decidido a abandonar aquella vida y disfrutar de las lindezas que le facilitaba su nuevo trabajo. Su esposa murió pocos años después y no le costó mucho olvidarla en los brazos de las chicas que bailaban en los restaurantes nocturnos de los niveles seis y siete. Simplemente la había dejado de querer. O tal vez no la quiso nunca.

Su hijo, aparentemente, era su orgullo. Ocupaba uno de los cargos más importantes del museo, realmente ejercía de director, algo que él no consideraba apropiado, sin embargo le había dejado hacer. Había permitido que siguiese su camino, pero en silencio aguardaba el momento en que pudiese ocupar el puesto que él le había deparado. Y ahora había desaparecido. Si hubiese estado al tanto de la jugada podría haber sacado beneficio, pero al ser el último en enterarse había montado en cólera.

—Señor. —Volvió a sonar el transmisor. Giró una vez más la silla cuando ya la nieve empezaba a cubrir los pasillos y los sistemas de calefacción acababan de activarse reluciendo en un destello anaranjado sobre la cima de la Ciudad Vertical—. Las copias preguntan qué deben hacer con la doctora. El ministro ha recibido una llamada y ha tenido que tomar un vehículo de forma inmediata sin dar más órdenes a los A-1. ¿Cuáles son las órdenes?

Ginés sopesó la idea de que se la hiciesen llegar a su despacho para poder gozar de ella, pero no se diferenciaba mucho de cualquier otra pura y no tenía ganas de poner en peligro la operación. Además, tras la desaparición de su hijo la preocupación por el estado de sus maquinaciones había nublado su mente. Lo mejor era deshacerse de ella.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora