Capítulo 27

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Antonio apenas podía recordar nada cuando se despertó en una cómoda cama de plumas y sedas que olía a todas las flores del paraíso, unos aromas que pocos días antes jamás habría pensado que existirían. La habitación estaba en penumbra y todo era confuso; las paredes parecían formadas por delgadas cañas amarradas, por entre las que la luz se adentraba en un goteo incesante manchando las sombras que dominaban la habitación.

Junto a la cama, una jofaina llena de agua bajo un espejo suponía todo el mobiliario de aquel lugar. La cabeza le pesaba toneladas, como si todo el acero de los edificios de la Ciudad Vertical hubiese encontrado sobre su cráneo el lugar idóneo donde habitar. Se recostó como pudo y, apoyándose en la frágil pared, se levantó tambaleándose.

Cuando todo dejó de dar vueltas se lavó la cara con el agua de la jofaina, aunque en realidad le pareció que podía ser cualquier cosa menos agua. Se trataba de un líquido transparente pero espeso; le resbalaba por el rostro refrescándole y haciendo el peso de su cabeza mucho más liviano. Olía a flores que él no podía reconocer, a lugares lejanos en los que la naturaleza respira paz.

Tal vez por el frescor de aquel líquido, o quizá por la luz que se adentró de improviso por la puerta, los recuerdos más próximos se amontonaron en su memoria en tropel iluminando lo que hasta aquel momento habían sido solo sombras. Recordó la huida del poblado de escindidos, el árbol que succionaba la vida a Sonia, aquella mestiza que les ayudó a escapar, el tobogán de agua y... sí, aquel ejército de antorchas y hombres de gran tamaño.

Pero tuvo que dejar de lado aquellos recuerdos porque tras la luz que había iluminado la habitación, apareció una sombra con forma humana. Poco a poco fue distinguiendo de quién se trataba, y descubrió una vez más la belleza de aquella mestiza que le había cautivado desde un primer momento. El cabello largo y oscuro caía sobre su pecho ocultando los senos, dos bultos de gran tamaño que se insinuaban entre la túnica que vestía y la leve ondulación de su pelo. El rostro de piel morena, las facciones bien definidas pero a la vez suaves, dos enormes ojos color esmeralda... la aparición no podría haber sido más maravillosa.

Monique sonreía amablemente en el arco de luz de la puerta. Había mudado las ropas y ahora parecía una diosa parnasiana. Su presencia insinuaba los aromas del bosque, de la naturaleza, de aquella agua que lo había refrescado y que aún le causaba bienestar al saborearla en los pliegues de los labios.

—¿Qué tal te encuentras, Antonio?

—Bi... bien —balbuceó—. Supongo que bien...

—Me alegro. —La mestiza se le acercó y le tomó suavemente una mano. El puro miró hacia su brazo y se descubrió a sí mismo ataviado con la misma vestimenta que Monique—. Ven, quiero enseñarte algo.

Antonio se dejó llevar, aún confundido, ansioso por saber dónde se encontraban, qué era lo que había sucedido. Nada más traspasar la puerta el paisaje que se le apareció asemejaba más un sueño o un recuerdo que cualquier otra realidad material. Tuvo que mirar al suelo para no marearse ante tanta belleza, así que lo primero que le impresionó fue el pavimento de mármol brillante con extraños símbolos pintados.

Más allá de la puerta del lugar en el que había despertado, una especie de pasillo rodeado de árbo-les de baja altura, plantas de colores y arbustos aromáticos, se extendía unos metros para conformarse en el arco de un breve puente, bajo el cual un torrente de agua descendía con gran fuerza. Fue así como se cercioró de que en ese momento estaban en una pronunciada pendiente y se atrevió a observar más arriba.

Toda una ciudad brillante, de piedra blanca, rosada y negra, se despeñaba por un acusado acantilado rocoso. Había sido construida contra la pared de un alto anatilado, pero se encontraba perfectamente sustentada dando una sensación de estabilidad absoluta.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora