Capítulo 4

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La tarde se hizo sencillamente eterna. Mientras los ayudantes del museo recolocaban oportunamente la mayor parte de los expositores, movían pantallas de acá para allá y corregían los carteles electrónicos para suprimir fechas y observaciones demasiado aguadas, Antonio miraba al techo sin ver apenas nada. La ventana de su despacho tenía un enorme tapiz de motivos geométricos que se desplazaba por medio de un accionador que tenía sobre el escritorio; pulsó el botón e hizo girar su silla. De frente al ventanal observó el fluir de una ciudad gris. A esa altura la luz natural todavía iluminaba lo suficiente y reverberaba, al reflejarse de un lado a otro, sobre la superficie metálica de los enormes edificios.

La mayor parte de los ventanales tenían un tintado exterior que impedía ver los interiores desde los pasillos y pasarelas, por lo que el resultado a la luz del día solía ser un arco iris de reflejos lumínicos que hacían que los oscuros edificios parecieran espejos. Los transportes recorrían las pasarelas a gran velocidad siguiendo sus continuos raíles o levitando sobre el asfalto, y se perdían en los túneles interiores de los edificios cruzándolos transversalmente. Los viandantes paseaban, no sin cierta prisa, por los pasillos que bordeaban el exterior de los edificios en cada planta.

Antonio se acercó a la cristalera y miró primero arriba y luego abajo. El sol comenzaba a ocultarse entre los edificios ministeriales más altos, mientras que los niveles inferiores, a través de una maraña de carreteras flotantes que se entrecruzaban, despedían un extraño y espeso reflujo procedente del alumbrado eléctrico eternamente encendido: nunca parecía ser de noche allá donde nunca llegaba la luz del sol.

Cuando ya pasaban las nueve de la noche, uno de sus ayudantes irrumpió en su despacho para avisarle de que ya habían concluido la jornada y se disponían a abandonar el museo camino de sus simétricos hogares. Antonio se despidió mecánicamente y, acto seguido, apagó su ordenador y recogió su chaqueta de una percha plástica de color gris metálico que ocupaba una esquina del despacho, junto con los archivos de entradas y salidas.

Cruzó las principales salas del museo sin fijarse en la nueva disposición, pues su mente se hallaba absolutamente inmersa en la misteriosa cita a la que se dirigía. Ya nadie quedaba en el museo y la soledad que le acompañaba lo reconfortaba hasta el punto de sentirse un individuo independiente durante unos instantes. Sin embargo, al pasar frente a la puerta que daba paso a la sala de los vídeo-cuadros históricos, creyó escuchar el sonido de una pantalla encendida.

Empujó las hojas de aluminio químico de la puerta y se adentró en la oscura sala. Al fondo del salón rectangular, más allá de las pantallas que representaban imágenes de la Ciudad desde el aire, atisbó el reflejó de una pantalla encendida. Caminó, acompañado únicamente por el eco de su zapatear en la baldosa, entre multitud de vídeo-cuadros apagados.

Se alegró de no poder ver la censura a la que se habían sometido los carteles. Desde la distancia no podía ver qué vídeo-cuadro se hallaba encendido, pues un panel móvil lo ocultaba a su vista, e ignoraba si se habían cambiado de posición algunas de las pantallas. El día anterior, en aquel lugar debía haber un vídeo-cuadro que representaba «La cogida del toro», pero tras las alteraciones solicitadas por el ministro, cabría esperar cualquier cosa.

Justo antes de llegar, la alarma de su reloj sonó estrepitosamente causándole un gran susto. Debía irse, solo tenía media hora para llegar a la antigua casa de Adolfo. Giró sobre sus pasos decidiendo que la pantalla podía quedarse perfectamente encendida toda la noche. Cuando hubo caminado tan solo unos metros, la pantalla que relucía al fondo de la sala, cobró vida de súbito y empezó a tararear una vieja canción que cualquier ciudadano reconocería. Antonio sonrió, aún sobresaltado, y regresó para poner fin a la emisión. Se trataba de un documental que conocía de sobra, pues narraba los sucesos acontecidos entre los años 2.569 y 2.572; todos los cambios socio-políticos sucedidos entre esas fechas y confirmados en los tres grandes Tribunales, habían puesto fin a una época de esplendor de la humanidad, época que ya nadie recordaba gracias a aquellos mismos edictos que tantas cosas prohibieron.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora