Capítulo 21

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Antonio se encontraba en un claro del bosque en total soledad. Solo unos haces luminosos que fulguraban en el aire, de rama en rama, rasgaban tenuemente la noche. No comprendía cómo había llegado hasta allí ni sabía dónde se encontraban sus compañeros de viaje. Los sonidos de la noche eran aún más terroríficos que los vaivenes de las pasarelas metálicas de la Ciudad Vertical; al menos allí sabía de dónde procedían los crujidos y los chirridos.

Lo que descubrió que eran pequeños insectos que desprendían luces amarillentas al pie de los troncos de los árboles, producían un sonido agudo y repetitivo que pasó a formar parte de sus pensamientos. Pero mucho más tétricos y desacompasados eran los bramidos que procedían de las ramas, graves y somnolientos gritos de algún ave de gran tamaño. Parecía estar llamando a sus compañeras, lo cual estremeció aún más al solitario Antonio.

De pronto escuchó un rápido movimiento a su espalda, entre unos arbustos, y a la luz de las luciér-nagas descubrió a la joven mestiza, en mitad de un camino. Lo miró angustiada y corrió en dirección opuesta al claro del bosque.

¡Espera! —gritó Antonio como si sus palabras pudieran ejercer hechizo alguno sobre la muchacha.

Sin pensarlo dos veces salió corriendo tras ella. Pese a la oscuridad reinante y la grotesca orquesta animal que nublaba sus sentidos, Antonio esquivó todas las ramas y piedras que se interponían en su camino, pasando por alto todas las sombras que, desde las lindes del sendero, lo observaban como espías.

Unos minutos más tarde dio con la mestiza, ex-hausta, que se había detenido ante una gran laguna. Antonio observó desde la lejanía: se trataba de una joven que apenas haría dieciocho o diecinueve años. Tenía la piel oscura y el cabello desgreñado y atado en una enorme coleta. Su cuerpo era delgado, todav-ía el de una niña, aunque sus pechos, insinuados bajo una túnica blanca que le dejaba muslos y hombros al descubierto, eran ya los de una mujer adulta. Portaba un cinto de cuero que acentuaba su delgadez, y brazaletes en muñecas y tobillos, como si fuera una presa que hubiera huido de su captor. Dudaba si adentrarse en las aguas de la laguna, mientras se ocultaba tras un árbol a cuyos pies se extendían unas hermosas flores de color blanco.

Antonio admiraba toda la escena desde la mitad del sendero, sin comprender apenas nada. La mestiza escrutó sobre la laguna, que se encontraba igualmente iluminada, como el resto del bosque, por pequeños haces luminosos que revoloteaban dentro del agua y, de vez en cuando, saltaban jugueteando. Parecía como si alguien hubiese colocado millones de velas sobre arbustos, ramas, troncos y, finalmente, en el fondo de la laguna.

El puro se acercó un poco para intentar descu-brir qué era lo que buscaba la muchacha en medio del agua, pero cuando se encontraba tan solo a unos metros de ella, esta ahogó un grito y se llevó las manos a la cara en claro signo de horror. Antonio contempló de nuevo la laguna y observó una escena que le resultó vagamente familiar. Una pequeña barca de madera surcaba las aguas dirigida por un enorme remero que daba la espalda a la muchacha. Pudo discernir, en aquella tiniebla, que sobre la barca yacía el cuerpo de un joven desnudo; sobre sus ojos, dos objetos metálicos resplandecían en la noche.

La mestiza, mientras tanto, se estremecía angustiada, y apenas se percató Antonio de que había pisado las flores blancas. El puro contempló de nuevo esas flores, las más bonitas que jamás había visto. Sus pétalos blancos desprendían un olor fresco y limpio que enseguida lo inundó todo, pero el tallo estaba lleno de espinas. La mestiza se había cortado con ellas uno de sus desnudos pies y su san-gre tiñó los pétalos de color rosa, pero a ella nada le importaba.

Cuando fue capaz de tranquilizarse, se despojó de la túnica y el cinto, y los brazaletes que parecían haberle retenido en algún lejano tiempo, cayeron al suelo desvaídos. Miró a Antonio como si fuese la primera vez que lo veía y después siguió con su mirada cómo la barca se alejaba de la orilla.

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