Capítulo 38

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Antonio se encontraba en un bosque, tumbado en el suelo sobre una alfombra de hierbas frescas y húmedas que repetían los colores del arco iris y olían a lirios, rosas y margaritas. Despertó de un sueño profundo, una inconsciencia más allá del cansancio que puedan causar la rutina diaria, el trabajo o la lucha por la libertad. Lo primero que vio fueron las copas de los árboles, brezales azotados por un viento suave y cálido que levantaba la fragancia de las flores y plantas aromáticas.

Se desperezó poco a poco y fue incorporándose notando un fuerte dolor en el hombro derecho. El bosque era denso pero parecía amable con sus árbo-les de poca estatura, su colorido natural y aquel perfume que lo impregnaba todo. Anduvo de un lado para otro buscando un camino que seguir, mas no encontró ninguno y regresó de nuevo al claro en el que había amanecido. Todo era extraño pero se sentía bien, tranquilo, aparentemente nada podría pasarle en aquel lugar, en aquel bosque protegido.

Sin previo aviso una muchacha cruzó el claro como una exhalación, saltando por encima de un arbusto y perdiéndose entre los árboles de la floresta. Antonio la persiguió a la carrera pero enseguida la perdió de vista sumiéndose de nuevo en las profundidades del bosque, pero ahora no parecía tan inofensivo: las ramas de los árboles, ya sin hojas, caían hacia el suelo de forma pesarosa. El tendido se había endurecido y abundaban los rastrojos y las hierbas muertas. La luz se ocultaba en el horizonte dando paso a una oscuridad tenebrosa que se recor-taba en el cielo sobre las nubes. El aroma de las flores se tornó en podredumbre y hedor, y el canto de los pájaros se transformó en el siseo de las alimañas que arrastraban su barriga entre la hojarasca.

Caminó temeroso por aquel oscuro lugar sin advertir de que había entrado en aguas pantanosas que le llegaban hasta la rodilla, llenando de hastío y enfermedad todo su cuerpo. Ya no se sentía tranquilo ni protegido, sino amenazado y exhausto. Cruzó caminos impertérritos arrastrando los pies por el fango e implorando una ayuda que no podía llegar. Al fin alcanzó a ver a la muchacha unos metros más adelante, como flotando sobre el cenagal. Era Monique.

Tras ella apareció un hombre que le tapó la boca con una mano desde la espalda mientras la mestiza se mantenía quieta, observando a Antonio con toda la tristeza de la humanidad en sus ojos, con todo el peso de los pecados de la historia derramándose por su cara, en un río de lágrimas negras que arrastraban consigo la belleza de la mujer.

Antonio intentó correr a socorrerla, pero el barro era cada vez más espeso y miles de raíces de plantas, acostumbradas a la ponzoña y la muerte, se enredaban en sus piernas impidiéndole avanzar. Intentó ayudarse con las manos, pero cada vez que se agarraba a un bulto de los que flotaban sobre el agua, este no se mostraba seguro y caía de nuevo sobre la suciedad del pantano.

Entonces pudo ver que el hombre era Adolfo, su amigo, y que aquellos bultos misteriosos que encallaban sobre el fango eran él una y mil veces repetido, copiado. Y tras la mestiza aparecieron una y mil veces Adolfo y sus copias con una mueca que simulaba una sonrisa, un movimiento facial que delataba todo el odio acumulado durante siglos. No, él no podía ser Adolfo. Adolfo era especial, pero no único. Como él mismo.


Antonio despertó sintiendo un tremendo dolor en el hombro y una angustia que a punto estuvo de hacerle vomitar. Abrió los ojos y todo se volvió más confuso y borroso todavía hasta que logró enfocar bien la mirada. Estaba sentado en una silla con las manos atadas a la espalda. Delante de él estaban Adolfo y su doble, o viceversa, dos clones programados para la destrucción a partir de un alma buena.

—Por fin despiertas —dijo secamente uno de ellos.

—Bien, ahora nos vas a contar qué coño hacías en la Ciudad Vertical —replicó el otro.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora