Capítulo 33

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Antonio no podía apartar de su mente la verdad. Aquella revelación había procedido de sí mismo, de su interior. Era posible que siempre la hubiese conocido y, sin embargo, él mismo la hubiese querido ocultar. Nadie se la había contado, la verdad se mostró desnuda, cruda, lejana, pero tan doliente como miles de agujas clavadas debajo de sus uñas.

Mas la verdad se había mostrado como una terapia reparadora, ahora se sentía más capaz, más convencido. Sabía lo que debía hacer casi por primera vez en su vida. Y lo que debía hacer no era cumplir con una orden del Ministerio o de su padre, ni hacer del museo una pieza más de la Ciudad Vertical.

Lo que debía hacer emanaba de sí mismo y ya no había apenas tiempo, pues la llegada de uno de los infiltrados en la Ciudad había desvelado las últimas intenciones de Ginés y sus hombres. El resto de lo que necesitaba saber, se lo habían dicho los temblorosos y húmeros ojos de Monique al escuchar la noticia. Sady les había convencido para pasar allí la noche y descansar antes del gran día, aquel en el que, de un modo u otro, todo cambiaría y comenzar-ía una nueva era... pero la nuevas eras siempre son el renacimiento de las ruinas de las anteriores.

Antonio regresó a la cabaña en la que había des-pertado días atrás, tras la huida del poblado de mytóglifos. Se tumbó cuan largo era sobre el colchón y se acurrucó contra la pared buscando la protección y el calor de la oscuridad. Aún le picaba el brazo por el pinchazo de la doctora Benítez.

Tras aquel pinchazo todo había sido maravilloso, como una entrada en el paraíso. Sady los acompañó a la cabaña aledaña al laboratorio y les pidió que entrasen. El lugar, les explicó la mestiza, había sido diseñado siguiendo las enseñanzas de un viejo libro tomado de una biblioteca antes de los Tribunales. Era uno de los pocos tratados que poseían de aquella era. Según el libro, habían construido un hogar en un bosque, para aprovechar el aire fresco bajo los árboles. La habían techado con hojas y ramas para resguardar la cabaña del agua y del sol, y las paredes, al exterior, eran paneles de pequeños arbolitos con sus hojas aún verdes. Al entrar, la construcción se completaba con cuatro columnas que, en realidad, eran cuatro árboles de los que brotaban escasas y cortas ramas de las cuales colgaban frutos de colores brillantes. Las columnas estaban unidas en la parte superior por travesaños que no podían ocultar ser, tan solo, extensiones gruesas y fuertes de esos mismos troncos que se apoyaban unos sobre otros. El complicado ramaje de la densidad de hojas que, en forma de pirámide, coronaba la pequeña casa, era sostenido por aquellas cuatro columnas que nacían directamente del suelo terroso.

Pero había mucho más. Los habitantes de la aldea habían realizado maravillosas pinturas sobre telas que colgaban de las paredes vegetales aquí y allá. Los cuadros representaban alegres escenas: hombres y mujeres desnudos tomando baños en tranquilos lagos donde la luz del sol rielaba, niños y niñas jugando o comiendo uvas o interpretando música; parejas de hombres y mujeres entrelazados, y también de hombres y hombres, y mujeres y mujeres. Los colores eran suaves y brillantes, pero a la vez mantenían una poderosa fuerza. Destacaban los rosas pálidos, los azules de mar y de cielo, los verdes de las hojas de los árboles y los rojos del sol, pero no estaban ausentes los morados de las uvas oscuras, los amarillos del limón y, por supuesto, los marrones de la tierra.

Todas las paredes estaban decoradas con estas pinturas que, de forma totalmente aleatoria y descontrolada, colgaban asimétricamente.

Se podía respirar el aroma de las frutas del bosque que se desparramaban sobre una mesa baja. Unas velas de colores prendían con fuerza haciendo que las sombras de las dos mujeres y el puro se agitasen sobre los cuadros de las paredes vegetales. Tres jarras repletas de un vino oscuro y dulce, cuya fragancia se esparcía por el aire, completaban el espacio escaso que aportaba la mesa de madera.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora