Capítulo 32

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Ricardo Campo había accedido a la Ciudad Vertical ataviado con un moderno conjunto de una pieza de oscura tela sintética. No era capaz de acostumbrarse a aquellos atavíos, le apretaba en todas las zonas del cuerpo y le picaba amargamente, pero era imposible adentrarse en la gran urbe con su túnica desgastada sin llamar la atención.

Burló todos los androides de reconocimiento visual de forma hábil, pero sabía que cuanto más tiempo pasase allí y más se adentrase, más complicada sería luego la vuelta, mas tenía que comprobar que todos los puntos estudiados y planeados durante años seguían siendo óptimos para sus objetivos. Los objetivos de dios.

Sonrió al ver en una de las grandes pantallas que ocupaba la fachada de un edificio, el anuncio de la visita del presidente Lapierre al día siguiente. Mejor, pensó, así sabrán de la palabra de dios en París.

Campo no había tenido una vida fácil, como ninguno de sus feligreses. Vivir en el olvido, en la miseria y la necesidad, rodeado de basura y al único amparo de los desperdicios, no era algo agradable. Por ello entendía que no solo la enfermedad y la muerte hubiesen mermado el número de feligreses desde la constitución de su parroquia, siglos antes. Muchos de los feligreses se entregaban a los agentes de Seguridad y Mantenimiento, y solo dios sabía qué era de ellos. Al menos, a Ricardo Campo le quedaba el orgullo de que sus hermanos huidos no habían delatado su posición. O tal vez sí y sus palabras habían caído en el hastío y la ignorancia. La realidad era que no habían tenido problemas con los agentes.

No obstante, tampoco su vida sería mucho mejor en la rutina de la Ciudad Vertical. Conocía el sistema de grados de pureza que habían establecido las Grandes Familias: estaba escrito. Toda vez que los ciudadanos se instalaron en sus casas en altura, las Grandes Familias fueron repartiendo las viviendas, supuestamente asignadas por sorteo. En realidad, y bajo el nombre de Plan para la Higiene de la Ciudad, habían tomado muestras de sangre a todos los ciudadanos y, según su pureza, les habían asignado viviendas en una u otra planta, lo cual conllevaba un trabajo mejor o peor.

Ricardo Campo sabía que su sangre pura era tan escasa como la de cualquier ciudadano del nivel veinticuatro, por lo que, en el mejor de los casos, sería el barrendero de una de las últimas plantas de la Ciudad y pasaría el resto de su vida recogiendo los desperdicios de otros hombres superiores a él en pureza, si es que no caía algo sobre su cabeza que lo liberase de aquel sufrimiento, como solía suceder.

Todo esto ocupaba sus pensamientos mientras observaba a los vehículos introducirse en los grandes machones huecos que los hacían subir o bajar de planta. Aquellos edificios, vaciados en su interior, habían sido construidos como pilares de la Ciudad. Eran de los pocos que tenían continuación, más allá del subnivel, hasta el suelo, aunque estuviesen cegados en la misma planta que el resto de las construcciones. Además de servir de arteria comercial y de transporte de viajeros en altura, sostenían en gran medida a la Ciudad Vertical como pilares.

Las aletas de recolección acuífera estaban ya expandidas aunque la lluvia era fina. Era una de las pocas cosas que le agradaban de aquel panal inmisericorde, aquellos movimientos acompasados, como si la Ciudad tuviese vida propia y velase por la seguridad de sus habitantes. Mas Ricardo Campo sabía que no era así.

Gracias a que uno de sus feligreses había fabricado unas lentes especiales a partir de los ojos de uno de los cadáveres que los agentes de Seguridad y Mantenimiento dejaban pudrirse a las afueras de la Ciudad, había conseguido acceder hasta el nivel ocho. Debía tratarse de una persona de alto rango, quizá un trabajador especializado, un ingeniero que no se había plegado a alguno de los deseos de sus dirigentes y había dado con sus huesos en la perife-ria.

Como no había espacio, los ciudadanos no podían enterrarse y eran incinerados en la última planta de un edificio bajo que apenas llegaba al nivel vein-tiuno. Todos los días podía apreciarse humo saliendo de sus chimeneas, un humo blanco que se expandía por aquellas capas bajas de la Ciudad anunciando la muerte a todos los habitantes de aquellos barrios. Los que eran abandonados en la periferia, bien lo sabía Ricardo Campo, eran los insumisos, los que se habían quejado o rebelado, los traidores a las Grandes Familias, a la Ciudad Vertical. Depositar sus cadáveres allí para que los mestizos dieran buena cuenta de ellos era el peor de los castigos, aunque el religioso jamás había visto a un mestizo llevarse uno de esos cuerpos, ni mucho menos, comérselo.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora