Capítulo 6

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¡Corre!

¡Corre!...

La voz de Adolfo se repetía en incesante eco en la cabeza de Antonio. Aturdido, abrió los ojos cerciorándose de que lo que había pensado que era un sueño, en realidad era su transmisor, que aún llevaba puesto, y que repetía una y otra vez la última conversación que había quedado grabada.

Estiró los brazos y bostezó confundido. Observó a su alrededor y se encontró en una cámara vacía y en movimiento. Recordó entonces los últimos hechos acontecidos y su captura en un vehículo flotante.

¡Corre!

Desconectó el trasmisor y lo dejó caer sobre el asiento en el que se encontraba recostado. El tacto del tapizado, blando y suave, lo transportó a una infinidad de recuerdos, desde su infancia, aquel día que tomó un batido de chocolate con su padre, hasta hacía un breve espacio de tiempo, en el museo; entonces, sorprendido, introdujo su mano en la chaqueta y palpó el lienzo encurtido.

Se preguntó quiénes lo habrían secuestrado y con qué fin. La vida en la Ciudad Vertical no era muy apasionante y los filmes que visualizaban en sus pantallas siempre trataban sobre hechos históricos controlados o romances insufribles, por lo que la nueva experiencia le dejaba un poso de desamparo mezclado con un gran aumento de adrenalina. A punto había estado de morir. Aquellos disparos que habían perforado sus oídos con los estruendosos ecos...

Sus pensamientos se vieron interrumpidos súbitamente. El panel frontal del espacio que ocupaba en el vehículo, se deslizó en un suspiro y pudo ver al conductor y su acompañante.

Ni siquiera repararon en él, ni se volvieron, ni le dirigieron la palabra. Atónito, observó a ambos de hito en hito. El conductor llevaba la cabeza cubierta por una capa, un traje de una pieza de algún material que desconocía, guantes y botas. El otro ocupante del vehículo iba vestido de otra guisa. Dos piezas, chaqueta y pantalón, componían la parte principal del vestuario. Guantes de un rojo ocre y un grueso pañuelo anudado al cuello. Por encima del pañuelo sobresalía una larga melena oscura que finalizaba en una trenza caída graciosamente sobre la espalda, sin ningún orden.

Fue entonces cuando lo vio y no pudo reprimir un grito de ansiedad. Sin darse cuenta se había acurrucado en la esquina del asiento trasero y su mirada debía ser de auténtico pánico. El pánico dio paso al terror cuando, alertado por el grito, el copiloto se giró.

 Lo primero que había alcanzado a ver Antonio era una gran montaña de cascotes y desperdicios que quedaban a la derecha del camino por el que levitaba el transporte. La oscuridad del lugar, solo chispeada por alguna fogata improvisada, le dio la clave para saber dónde se encontraban: nivel veintinueve.

Después sucedió lo inevitable. Aquella mujer, sorprendida por el grito, se giró sonriente y observó a su presa. Sus ojos eran azules y su piel oscura y reluciente. Parecía suave y delicada, y por un momento en que el pánico pareció desinflarse, Antonio sintió deseos de acariciarla. Unos hoyuelos nacían en cada extremo de su sonrisa y enmarcaban una nariz perfecta, que hacía de eje de simetría de los dos grandes ojos, brillantes zafiros, cobijados bajo unas largas pestañas oscuras cuya curvatura no había visto Antonio en ninguno de los lugares, ni si quiera los más inhóspitos, de la Ciudad Vertical. La melena oscura caía sobre las mejillas por la parte del rostro y se estiraba más allá del flequillo en la trenza que caía a la espalda. Si no hubiese sido una mestiza, Antonio hubiese jurado en aquel mismo instante que era la mujer más bella que habían visto los eones de la Tierra.

—Antonio...

El director del  museo oía la dulce y suave voz como en un sueño. El miedo lo atenazaba y apenas podía respirar. El vehículo no cesaba en su constante deambular.

Alargó la mirada y alcanzó a ver el paisaje. Poco a poco la oscuridad iba dando paso a la penumbra y ya podía ver casi todo lo que le rodeaba. Una enorme avenida, ancha como quince pasarelas unidas, separaba dos hileras de ruinosos edificios diminutos de dos plantas e incluso una. Estaban recubiertas de lo que pudo adivinar que debían ser árboles pequeños, plantas o cualquier otro tipo de naturaleza salvaje. Escalaban las paredes y se introducían por recovecos que metros más arriba no existían. Aquellas ruinas estaban llenas de líneas sinuosas, arcos, complejas decoraciones que interrumpían el limpio discurrir de las paredes rectas. Muchas de ellas estaban cubiertas por tejados en triángulo y, algunas otras, por semiesferas.

Tal vez la visión de tanta curva, quizá el vértigo que le producía la amplitud de la avenida, o más probablemente el pánico, hizo que poco a poco se sumiera en una inconsciencia que se inundó del azul de los ojos de aquella mestiza que continuaba repitiendo su nombre.

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora