Capítulo 17

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Edouard Lapierre llevaba tan solo unas horas perdido en aquel frondoso bosque, poco más de un día, pero a él le parecía que habían pasado semanas o incluso meses. Los cambios de temperatura le habían hecho pasar calor y frío a partes iguales, pero había averiguado lo bien que se siente uno cuando, al tener frío, se arropa y, al tener calor, busca el frescor de las sombras.

Sus incursiones en el bosque habían sido muy breves y tan solo había conseguido determinar la posición del riachuelo que se adentraba, entre los juncos de la orilla del lago, hacia las profundidades verdes de árboles y helechos. Se había perdido cada una de las veces que había intentado buscar un camino o una salida, y finalmente había decidido seguir el riachuelo hasta donde pudiera llevarle.

En las horas que había conseguido sobrevivir en aquel bosque, había ocupado su mente en diversos pensamientos. Primero había sentido un pánico inhumano al verse rodeado de tanto espacio salvaje; la siguiente sensación había sido el vértigo al mirar al cielo y no ver más que una capa azul claro surcada por pomposas nubes de algodón y aves de enorme envergadura. Pero la curiosidad había hecho que un hombre que jamás había conocido nada más salvaje que los muslos de pollo que servían en las cafeterías, buscase en el corazón de la naturaleza los porqués de la situación en la que se encontraba sumido.

No era capaz de comprender la razón por la que sus antepasados habían renegado de la naturaleza. En pocas horas se había alimentado sin problemas, había bebido agua pura, fría, limpia, con los sabores naturales de los minerales, de la tierra; había comido unas magníficas setas, frutas caídas de algunos árboles que crecían a la orilla del riachuelo... No podía evitar sentir cierta sensación de regreso, de vuelta a un espacio que debía pertenecerle.

El miedo fue desapareciendo y el entusiasmo, pese a ser consciente de que estaba perdido y no sabía de ningún camino hacia el mundo urbano, le animaba a ponerse en marcha.

Concluyó que lo primero que debía hacer era buscar la otra parte de la nave. No tenía muchas esperanzas y se sentía afortunado por haber salvado la vida en el accidente, pero en cualquier caso debía comprobar que no hubiera más supervivientes. Además, la antena de la radio se encontraba en la cola de la nave, por lo que existía alguna mínima probabilidad de que no estuviese dañada y pudiera utilizarla.

Inició su camino con decisión y, apartando los juncos, penetró en las profundidades del denso bosque a la orilla del riachuelo. El suelo, húmedo en aquella zona, estaba blando y a menudo sus pies se enterraban en el barro más de la cuenta provocándole peligrosos tropiezos, pero no quería perder el lateral del pequeño río. Los árboles fueron creciendo en altura a medida que avanzaba, y las copas se unían en lo alto ocultando el interior del bosque a los rayos del sol, que solo podían filtrarse a través de las delgadas ramas iluminando a retazos el camino de Edouard. Disfrutó del espectáculo que le brindaban todo tipo de plantas y flores que crecían a la orilla del riachuelo y en las lindes de los anchos troncos de los árboles. El cuerpo de los espigados tallos que formaban la floresta, era de un marrón muy oscuro, y la irregularidad de sus formas, su curvatura, su enrevesamiento, se le antojó al presidente francés muy bello en comparación con la regularidad reticular de la Ciudad de Vertical.

Los árboles cada vez crecían más juntos los unos con los otros y sus ramajes se confundían en la altura para formar una enorme copa conjunta. Llevaba ya unas tres horas caminando junto al riachuelo cuando el terreno, que hasta ese momento había sido llano, comenzó a ondularse. Primero fueron pequeñas subidas que el agua remontaba sin problemas para luego descender levemente, pero poco a poco las bajadas se fueron haciendo más pronunciadas.

Fue en ese momento cuando Edouard Lapierre reparó en los sonidos del bosque que se perdían entre el follaje. Lo habían acompañado desde el inicio del camino, pero al formar parte del ambiente no había podido distinguirlos, como si se tratase de un hilo musical de ascensor. Los insectos repetían monótonamente un zumbido que ya se había adentrado en su cabeza y comenzaba a despertarle cierto dolor. Las aves graznaban en sus vuelos de rama en rama y cantaban, en los nidos que debían encontrarse en la copas de los árboles, repetitivas melodías que no variaban de comienzo a fin. Lo que pudo imaginar que serían reptiles hacían crujir las ramas caídas y las hojas secas al pie de los árboles o se arrastraban entre la hojarasca rasgando la tierra en un frotamiento que tampoco cesaba.

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