Capítulo 20

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A-1 percibía un sentimiento nuevo, algo que revoloteaba en su interior y le conducía inexorablemente a sonreír. No tenía grandes recuerdos, sabía que por su condición de clon le habían sido borrados y era necesariamente una máquina a las órdenes de sus superiores, pero aún así no podía evitar sonreír.

Sentado en el sillón del director del museo, revisaba la agenda de Antonio y se sentía identificado con cada una de las notas que este había ido marcando día tras día. Pacientemente, revisó todas y cada una de ellas desde tres años atrás. El conservador mencionaba nuevos hallazgos producidos en las salas de deshechos del museo, donde se amontonaban gran cantidad de objetos perdidos y recuperados.

A-1 se sorprendió al leer algunas notas en las que se describía cómo, entre Adolfo y Antonio, hab-ían conseguido esquivar la censura del ministerio en el descubrimiento de algunos objetos antiguos, que habían sido enviados al museo sin pasar los análisis y controles de acceso a los que sometía el gobierno a todas las piezas encontradas en el subnivel o en las afueras de la Ciudad. No podía creer que hubieran burlado aquellos controles.

Muy pocas cosas sabían los clones, pero desde luego, entre los asuntos principales de su formación, estaban las leyes y la historia de los Tribunales de Nueva York, a partir de los cuales se admitían todo tipo de acciones en pro de la seguridad y el mantenimiento del sistema. Además, A-1, el clon original a partir del cual se habían realizado las copias, conocía su historia más reciente y la labor que iba a desempeñar. Se lo había explicado directamente el director de Seguridad y Mantenimiento, Ginés, quien le trataba, extrañamente, de una forma familiar y cercana. Después de contarle que sustituiría al conservador jefe durante un tiempo y que debía guardar las formas en ese periodo con el fin de que nadie sospechase, le había pasado el brazo por encima del hombro y le había expresado su gratitud por el trabajo que iba a desempeñar, prometiendo que tendrían «importantes proyectos juntos en el futuro».

A A-1 no le importaban esos proyectos lo más mínimo. Él sabía que debía obedecer y llevar a cabo cualquier cosa que la Agencia de Seguridad le reclamase.

Continuó leyendo las notas de la agenda de Antonio, pasando el día a día con gestos de la mano en la que había incorporado el sensor virtual. Visitas del ministro, reuniones de conservación, exposiciones temporales, restauración, adquisición de equipos para emitir vídeo-cuadros... un sinfín de aburridas tareas administrativas que, sin embargo, al clon se le antojaban deliciosamente amenas.

Ya estaba llegando al final y se disponía a desprenderse de las gafas de visualización virtual cuando le extrañó ver algo fuera de lo normal. En el último día de la agenda estaba marcada una cita fuera de lo común: «22:00 hrs. Adolfo Martínez, nivel 22». ¿Para qué querrían Adolfo y Antonio verse aquel día en el nivel 22? ¿Qué había allí?

A-1 descubrió un nuevo sentimiento: la curiosidad.

Se desprendió de las gafas de realidad virtual y abandonó el despacho. Atravesó el pasillo que co-municaba la zona administrativa con las salas del museo y caminó saludando con naturalidad a todos los que se encontraba. Los trabajadores del museo le devolvían el saludo y le sonreían sorprendidos. Antonio solía estar abstraído en sus pensamientos y a veces ni siquiera reparaba en la compañía de los trabajadores, a los que solía tratar con exquisita educación y simpatía, pero marcando una distancia que ellos entendían más académica que altanera. Pero nada de esto sabía el clon.

Tras unos minutos que dedicó a deambular por las salas visualizando vídeo-cuadros y demás objetos, llegó hasta la recepción y se dirigió a una señorita que portaba un auricular y unas gafas de comunicación virtual que usaba a modo de diadema.

—Buenos días.

—Buenos días, señor. ¿Deseaba algo?

La muchacha se quitó las gafas dejando caer una larga melena rubia sobre sus sienes. Sonreía zalameramente ocultando cierto miedo por conversar directamente con «el jefe». A-1 no pudo evitar un estremecimiento cuando la recepcionista se atusó el pelo recogiéndoselo en una coleta. Era verdaderamente bella. Debía tener en torno a veintidós años, unos ojos verdes y grandes que parecían dos esmeraldas, y unas formas perfectamente definidas pese a su baja estatura y su acusada delgadez. Seguía los prototipos de belleza pura, aunque tenía una gracia especial en su forma de mirar y sonreír. Unos labios más gruesos de lo normal, pintados en rojo oscuro, dibujaban una silueta deliciosa, dejando entrever dos perlas de marfil que anunciaban una dentadura perfecta.

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