Capítulo 13

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Los restos del transporte del presidente francés se esparcían por un espeso bosque entre pinos de inmensa altura y frondosos arbustos. El relámpago había caído justamente sobre el dintel que habría de separar la cabina del piloto del resto de la nave, y había segado su estructura como si de un trozo de tarta se tratase.

Todos los pasajeros y el piloto habían fallecido en el acto, bien electrocutados bien por estrellarse su parte de la nave contra las fuertes ramas de un árbol y su monumental tronco. En cambio el presidente había corrido mejor suerte; la cabina se encontraba aislada mediante una compuerta de cristal y de ese modo había evitado la electrocución. Posteriormente la cabina había ido a parar a las tranquilas orillas de un lago que daba a un pequeño claro del bosque. El agua había frenado la caída y el transporte, o lo que quedaba de él, había resbalado hasta la zona más arenosa de la orilla, junto a una pequeña playa que quedaba a la sombra de unos gigantescos pinos. El agua azotaba en calma la estructura del aparato cuando el presidente despertó de su aturdimiento.

La tormenta había pasado y un tenue sol se sostenía entre las nubes de algodón, filtrando su luz a duras penas a través de las ramas de los pinos y los vuelos de cientos de pájaros. Edouard abrió los ojos y lo primero que vio fue el agua. El corazón le dio un vuelco. Comprendió de inmediato lo que había sucedido y recordó los hechos de forma mecánica. Su nerviosismo fue creciente y se acurrucó junto a los caídos mandos de la nave sin querer mirar a través de la luna resquebrajada.

El viento azotaba los árboles en un silbido interminable que parecía ahuyentar a la vida. La arena se levantaba en remolinos y se estrellaba suavemente sobre la chapa metálica del transporte, poniendo los pelos de punta al presidente francés a cada sacudida. Pero no sucedía nada más.

Al cabo de unos minutos Edouard Lapierre consiguió tranquilizarse. Nadie en todo el mundo había salido a la naturaleza salvaje en siglos, y él ahora se encontraba en un lugar perdido de las lindes de una Ciudad Vertical. Según el piloto se encontraban cerca de Madrid, pero aún les quedaban bastantes kilómetros, por lo que le sería prácticamente imposible alcanzar la civilización caminando.

Observó de lado por el espacio de la luna delantera de la nave para ver si había rastro del resto de sus compañeros, pero no vio nada. Poco a poco se desperezó de su escondite y se decidió a poner pie en tierra firme, pero se encontró con fango. Caminó entre las aguas hasta alcanzar la orilla y se tendió de rodillas con lágrimas en los ojos.

Estaba perdido.

Por un lado le rodeaba el agua que se perdía en el horizonte entre los altos árboles. Frente a él, un bosque espeso y oscuro le impedía ver lo que había en realidad allí dentro.

Moriría de cualquier modo, así que se adentró en las espesuras de la naturaleza salvaje dispuesto a seguir un camino que no sabía a qué lugar conduciría, pero mantenía la convicción de que jamás saldría de allí.


En el despacho presidencial tenía lugar una reunión de urgencia de los ministros. La nave del presidente francés no había llegado. Habían contactado con el ministro Jean-Luc aquella misma noche y él había mostrado su enorme extrañeza por la tardanza, pero a las horas de la mañana a las que tenía lugar la reunión, sabían con total seguridad que algo había fallado: no podía tratarse de un retraso.

Habían perdido las comunicaciones poco antes del accidente, pero los franceses pensaban que se trataba de algo normal por la gran tormenta que había, y de la que había informado el piloto.

Ginés también participaba en aquella tensa reunión en la que todos estaban de acuerdo en que debían ir en busca de Edouard Lapierre, pero no sabían dónde encontrarlo.

El espacio donde podía haber desaparecido la nave, de haber desaparecido en realidad, era un enorme campo inexplorado del que poco conocían. Podían llevar un transporte flotante hasta el lugar y echar un rápido vistazo desde el cielo, pero no podrían explorar toda la zona por falta de recursos, y según tenían entendido, la naturaleza salvaje de aquel sitio era especialmente frondosa.

Ginés se mostraba sumamente preocupado. Primero el secuestro de su hijo y después la desaparición del presidente francés iban frustrando sus planes y debía dar un giro de ciento ochenta grados a la situación.

Apenas había podido gozar del proyecto de los clones de A-1; una vez más habían fracasado. Pensaba que los nuevos tratamientos de clonación y copia iban a satisfacer sus necesidades, pero de nuevo habían caído uno tras otro. Las pocas copias que habían regresado del subnivel habían sido destruidas, por lo que ya solo quedaban con vida su propio hijo y el clon original.

La destrucción de La Iglesia les había dado tiempo para reorganizar una nueva estrategia, aunque sabía que aún quedarían mestizos en el subnivel y que seguramente llevasen a cabo sus planes de envenenar los conductos de ventilación, pero ya se había ocupado de eso. Los ingenieros habían reconducido los conductos que, según los planos que habían interceptado los franceses, pensaban utilizar para el atentado, orientándolos directamente al nivel veintinueve a través de las tuberías de desperdicio. Si quedaba algún mestizo, ellos mismos se matarían.

El ministro de Administración había propuesto un nuevo plan para el presidente, pero para ello necesitaban a Edouard Lapierre. En un primer lugar habían pensado utilizar a su hijo como arma. Nadie sabía que se había empleado para la clonación de A-1, pues aparte de él y otros dirigentes de Seguridad y Mantenimiento, nadie entraba en contacto con las copias fuera de los laboratorios, pero pensaban sacar a la luz aquella información en el momento oportuno para que su hijo pudiese ocupar el lugar que le correspondía.

Por desgracia Antonio había resultado ser un pusilánime y encima había sido secuestrado por los mestizos. El Antonio que ocupaba ahora el lugar de conservador del museo había sido educado y programado para matar, y ya había recibido las instrucciones correctas; sin embargo, si no había presidente francés, no habría de ningún modo visita al museo, y sin visita al museo, no habría asesinato.

Los planes de Ginés y el ministro eran claros. Debían deshacerse del presidente de una forma violenta, y querían que los mestizos corrieran con todas las culpas para, una vez ocupado el puesto de nuevo presidente por el ministro, destruir definitivamente a todos los mestizos, algo que, por otro lado, debía estar a punto de suceder.

La noticia del ataque mestizo había beneficiado sus planes, pues habían encontrado una forma perfecta para aniquilarlos silenciosamente a todos, y de ese modo ya no necesitarían encubrir al clon A-1, se desharían de él una vez hubiese matado a los presidentes. Pero para ello debían encontrar a Edouard Lapierre, pues aunque ya no necesitasen su presencia y posterior asesinato para justificar el holocausto mestizo, era imprescindible para lograr que el presidente saliese a la luz y A-1, o su hijo, pudiesen ocupar el lugar que les correspondía.

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