Capítulo 31

454 49 3
                                    

Al clon A-1 había pasado los últimos días en-claustrado en la sala del Departamento de Objetos del Subnivel en la que estos se amontonaban, unos sobre otros, como desperdicios. En aquellas interminables horas, además de respirar un denso polvo que había terminado por llenarle de mocos el pecho y la nariz, había descubierto infinidad de objetos inservibles y aparatos de otras eras cuyo desproporcionado tamaño hacía pensar en su inversamente proporcional utilidad. Pero no había ni rastro de cualquier cosa que pudiera servir para reproducir aquel disco. Al menos hasta ese momento.

El conservador del departamento, Manuel Cordero, se había pasado el primer y el segundo día un par de veces para saludar al conservador jefe y director del Museo, ofreciéndole su ayuda o la de sus colaboradores, pero ante las continuas negativas había desistido en su ofrecimiento durante los dos últimos días, por lo que A-1 se movía con total tranquilidad.

En uno de los frecuentes descansos a los que sometía a sus maltrechas fosas nasales para poder respirar un aire menos contaminado, aprovechó para investigar en otras estanterías igualmente desordenadas y en otros montículos arremolinados, en un torbellino de desperdicios plásticos y metálicos, junto a las paredes de la interminable sala.

Y allí lo encontró. Husmeando en un montón de artículos mecánicos de limpieza, tan obsoletos como los localizadores visuales binoculares, apareció lo que parecía un lector de discos de memoria de los que había visto infinidad de veces en el laboratorio en el que se crio. Aquellos lectores se utilizaban para reproducir los vídeos de aprendizaje que los científicos preparaban para su instrucción; no servían como grabadores, tan solo reproducían unidades de almacenamiento de alta capacidad. Pero aquel objeto era un poco más grueso y mucho menos estilizado.

Sopló sobre su superficie cubriendo de inmediato toda su visión por una nube de polvo grisáceo. Tosió repetidas veces antes de poder volver a ver el aparato. Extrajo del bolsillo de su chaqueta el disco y lo posó delicadamente comprobando que el tamaño era el adecuado.

La búsqueda había finalizado satisfactoriamente. Y allí, en aquel solitario e inhóspito salón de inutilidades, A-1 descubrió un nuevo sentimiento al sabor del sudor mezclado con el polvo: la satisfacción del trabajo bien hecho.

Disimuladamente, como si en un segundo hubiese pasado de estar en la más olvidada soledad a ser observado por todas las miradas indiscretas de una gran Ciudad, se quitó la chaqueta e introdujo el reproductor en la misma, ocultándolo a la posible curiosidad de quienes allí trabajaban. Salió del salón y decidió llegar al despacho de Antonio lo antes posible, pero por el camino se topó con el conservador, que se encontraba dando instrucciones a sus ayudantes en la sala principal del departamento.

—¡Antonio! —exclamó al verlo de lejos.

Se acercó hasta él salteando los escritorios alineados de los becarios.

—Hola Manuel... —respondió distraídamente A-1—. ¡Uf! ¡Qué calor hace en esa sala! —Su disimulo se vio acompañado de unas gruesas y oscuras gotas de sudor que aún le caían por el rostro desde el cabello.

—Sí, está bastante mal ventilada, pero ya sabes, tenemos poco tiempo para ocuparnos de esos objetos y apenas nadie entra allí... ¿has encontrado algo?

—No, nada.

El conservador del departamento sonrió.

—Imagino que ese tal Lapierre tendrá que con-formarse con describirnos París, ¿no? —Acompañó su chascarrillo con una palmada sobre el hombro del director del museo y regresó sobre sus pasos—. Ya hablaremos... —se despidió finalmente.

No, efectivamente el museo no era un lugar discreto para visualizar aquel disco. Pasando varios reconocimientos visuales y saludando aquí y allá a miembros del museo que estaban poniendo todo a punto para la inminente visita presidencial, llegó a su despacho e hizo que las persianas venecianas se cerrasen. Los operarios de Seguridad y Mantenimiento se habían afanado en sustituir la ventana rota tras la huida de Antonio y en hacer, siguiendo las órdenes del ministro, «como si allí no hubiese sucedido nada».

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora